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Elitismo educativo: ¿escuela pública o privada?

Foto: Especial
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En una ecléctica y, de principio, medio sospechosa cena, a la que fui amablemente invitado en un excéntrico piso de la calle Ámsterdam en la colonia Condesa Redacción En una ecléctica y, de principio, medio sospechosa cena, a la que fui amablemente invitado en un excéntrico piso de la calle Ámsterdam en la colonia Condesa, … Leer más

En una ecléctica y, de principio, medio sospechosa cena, a la que fui amablemente invitado en un excéntrico piso de la calle Ámsterdam en la colonia Condesa

Redacción

En una ecléctica y, de principio, medio sospechosa cena, a la que fui amablemente invitado en un excéntrico piso de la calle Ámsterdam en la colonia Condesa, conocí a un grupo de educadores de México y de otras partes del mundo que en realidad no tenía la menor idea que encontraría.

Mis anfitriones, viejos colegas universitarios, habían dispuesto con absoluto detalle una mesa redonda de tal forma que todos pudiéramos interactuar magistralmente. La suntuosa mesa estaba pletórica de deliciosos y delicados platillos mexicanos que, a la vista de los comensales, sin duda aseguraba una espléndida cena de gran deleite gastronómico.

Invitados

En cuanto a los invitados (20 personas), puedo decirles que eran una mezcla casi surrealista entre intelectuales mexicanos, algunos empresarios, un distinguido funcionario de la Secretaría de Educación Pública, un exótico grupo de extranjeros de muy diversos orígenes –en su mayoría académicos de bachillerato y universitarios, procedentes de Hamburgo (Alemania), París (Francia) y Hertzelia (Israel)– y una inimaginable pareja de Denver, Colorado, que recién había llegado a México para asistir en los próximos días a un congreso sobre “desarrollo de tecnologías y su impacto en la educación”, que, de primera impresión he de confesar, me pareció un tema insufriblemente aburrido.

Sin embargo, ante mi incredulidad al momento de presentarse cada asistente, la velada prometía una plática interesante y mucha diversión. Como es de imaginarse, en un encuentro como estos, la conversación siempre comienza haciendo alusión a trivialidades climáticas, seguido del automático tema referente al “problema de la inseguridad” en México ‒aseverando uno de los presentes que “¡nuestro país estaba al nivel de Irak y Siria!”‒, la victoria del Tri ante Alemania, el “mentado muro fronterizo” del repudiado Trump y su nuevo amiguito Kim Jong-un.

Así, ya roto el protocolo, entre chalupas poblanas, yendo y viniendo de un tema a otro, se destacó la participación de uno de los honorables invitados y que refería a las sistemáticas transformaciones en la educación pública que se han obligado a implementar muchos países desarrollados, en virtud de los tiempos modernos, considerando que la educación más que enfocarse en las ocupaciones prácticas y tecnocráticas, debe poner atención en el desarrollo de las potencialidades psíquicas y cognitivas de cada joven, y la felicidad como único objetivo importante, aunque en México nos parezca sorprendente.

Asimismo, comentaban que en sus países ser maestro es la profesión más valorada, respetada y casi venerada por la sociedad. Los académicos universitarios se encuentran en el pico de la pirámide del reconocimiento social; el aprendizaje y el conocimiento son de las políticas de Estado más esenciales; y qué decir de las prestaciones económicas que les permiten vidas muy dignas a los ciudadanos. Como padres de familia de cualquier sector socioeconómico, sin duda prefieren la educación pública por su calidad y alto nivel competitivo, razón por la cual se pugnan por asegurar un lugar.

Como dijo uno de los invitados, “es más; en Israel ni siquiera existen escuelas ni bachilleres privados. Todos los jóvenes son educados por el sistema público, sin excepciones”.

De pronto, el académico alemán que estaba sentado a unos lugares continuos del mío preguntó en voz alta y en tono de inocente duda si “alguno de nosotros teníamos a nuestros hijos estudiando en una escuela pública del sistema mexicano”.

Los rostros de los presentes se transformaron cual exorcismo y se hizo un silencio sepulcral. Bajé la cuchara con sopa de hongos que empezaban a convertirse en alucinógenos por lo que vi venir, de modo que para no regarla, instintivamente giré mi vista al alto funcionario de la SEP, quien solo desvió la mirada como harían la mayoría de los políticos mexicanos de elevado rango y que, desde luego, me atrevería asegurar que ninguno inscribirá a sus hijos en escuelas públicas, porque en México estamos lejos de poner el ejemplo.

Nuestro incrédulo amigo alemán, sorprendido ante la falta de alguna respuesta positiva, reaccionó con extrañeza al no comprender cuál era la razón de que nadie de los ahí presentes, mexicanos, tenía a sus hijos en las escuelas públicas, a lo que contestamos con la frase típica de que “su nivel académico es muy bajo”, “la mala calidad de los maestros” y frases necias como esas. El académico con cierta incomodidad en su rostro interrumpió y comentó lo siguiente: “Ahora entiendo. En México, hay educación de primera clase y otra de segunda clase. La de primera es para quienes pueden pagarla y la segunda para aquellos que no pueden. Vaya, en conclusión, la educación es un tema de estatus y clases sociales”.

He de confesar que me quedé helado, y luego añadió que en la mayoría de los países europeos resultaría inimaginable una situación de esas dimensiones, algo que ni siquiera la misma sociedad permitiría.

“Si le dieran la mejor educación a los que menos tienen, quizás México tendría otro destino”, concluyó al final. Mi amigo alemán no volvió a abrir la boca en toda la cena. En la incomodidad del momento de pronto recordé una conferencia sobre la adolescencia, organizada por una ONG para padres de familia y a la que había ido unos meses antes en un centro educativo privado, en donde los asistentes, al presentarse con el público, debíamos mencionar en cuál colegio estaban inscritos nuestros hijos, a lo que todos, sin excepción, mencionaron diversos nombres de escuelas particulares, y ante tanta pedantería (incluyéndome por supuesto) por un instante pensé en tono irónico hacer la broma intencionada de que mis hijas estudiaban en la Escuela Benito Juárez en el horario nocturno, y me imaginé claramente cómo las miradas de vergüenza social se clavaban en mí, condenado a la exclusión.

Luego, reconocí que ¡jamás hubiera sido una opción para ellas!, por lo que asumo que yo también participo de esa complicidad arrogante al formar parte de una clase privilegiada. Pero analicemos el problema, ¿por qué en México una selecta minoría tiene la oportunidad de recibir una formación de alta calidad académica, mientras que gran parte de la población es víctima de una educación masiva mediocre?

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