Mario Maraboto
Dicen que cuando Barak Obama llegó al final de su primer mandato hizo una reflexión sobre lo que hasta ese momento consideraba su más grande error: la comunicación con los ciudadanos. En una entrevista televisiva reflexionó: “Cuando pienso en lo que he hecho bien y lo que he hecho mal, el error fue haber pensado que el trabajo del presidente sólo era ejercer correctamente la política, lo cual es importante, pero la naturaleza del despacho es también comunicar al pueblo todo aquello que le dé un sentido de unidad y optimismo, especialmente en épocas difíciles.”
Independientemente de los comentarios opositores, Obama empezó a hacer las cosas de manera diferente; ganó la reelección y, según los analistas, aun cuando hacia el final de su mandato había decepción por promesas incumplidas y reformas inconclusas alcanzó algunos logros como el reducir el número de personas sin seguro médico en alrededor de 5 puntos porcentuales.
El actual presidente de México está iniciando su último año de mandato. Difícilmente podríamos imaginar que un tema de reflexión de su parte sea reconocer sus más grandes errores; para él no los hay y todo va requetebién. Su pensamiento está enfocado en cómo prolongar la destrucción, perdón, la transformación de cuarta en que tiene metido al país.
En su enorme ego, no ha ejercido la política de forma correcta en bien del país sino en su propio beneficio, y su comunicación no ha dado sentido de unidad y optimismo, como Obama, sino que ha dividido al país. Quiere pasar a la historia como el mejor presidente que ha tenido México, pero ha perdido de vista que cada presidente mexicano es recordado, más que por sus muchos o pocos logros, por los errores políticos y de comunicación que cometieron. Ha olvidado que, en los medios de comunicación, lo malo de alguna situación, siempre “vende” más que lo bueno.
A Peña Nieto se le recuerda por Ayotzinapa, la casa blanca y la corrupción en Pemex; a Calderón por haber iniciado la “guerra contra el narcotráfico”; a Fox, por sus frases desatinadas (que aún sigue pronunciando); a Zedillo, por la crisis del “error de diciembre” más que por reconocer la alternancia política; a Salinas de Gortari, entre muchas otras, por los crímenes de su cuñado, de su candidato y de un cardenal de la iglesia católica; a De la Madrid, por su inoperancia después del terremoto de 1985; a López Portillo, por la “colina del perro”; a Echeverría, por los “Halcones”, la crisis económica y su populismo; a Díaz Ordaz, por el 2 de octubre.
AMLO seguramente será recordado por sus obras de infraestructura de dudoso beneficio y sobrecostos, por el fuerte incremento en la corrupción y la inseguridad, por los muertos por covid y la violencia, así como por la destrucción total o parcial de varias instituciones que, a pesar de todo, permitían vislumbrar un cada vez mejor país.
El próximo fin de semana volveremos a escuchar una larga perorata de “logros” basados en otros datos que nadie conoce pero que en el mundo en que vive el presidente están transformando al país en uno sin corrupción y sin pobreza. Ya se escuchan los promocionales del Informe de Gobierno recordando la ficción de “por el bien de todos primero los pobres” (porque “Ayudando a los pobres va uno a la segura” “es un asunto de estrategia política”, según él mismo lo reconoció el pasado mes de enero).
En su informe, en vez de manipular la información, Idealmente debería reconocer, con “honestidad valiente”, lo que ha hecho mal. Quizá su principal yerro haya sido el perder la esencia de luchador social para convertirse en un autócrata, ejerciendo por sí solo la autoridad suprema del Estado.