Roberto Mendoza
El siglo pasado nuestro país y su sociedad vivió varias transformaciones, momentos de hartazgo por abusos consumados para todos que desencadenó en una revolución, una época de luchas internas entre militares por el poder, una lucha religiosa, una época de institucionalización, otra de auge, hubo una época de hegemonía del estado reflejo de la vida mundial, llegamos a final de siglo con otro hartazgo que puso fin a las ideas de muchos hombres que impulsaron estas trasformaciones, desechando más de 70 años de un régimen para llevar al país, en el nuevo siglo, a una nueva forma de entender el gobierno.
Esta nueva forma, tampoco nos gustó y como tenemos las herramientas para cambiar eso hicimos, regresamos al poder a una nueva generación de políticos que pensábamos si sabían gobernar, pero esta nueva generación no era de intelectuales, sino de oportunistas; también nos decepcionamos y hace cinco años volvimos a cambiar. El gobierno que tenemos ha sido para muchos una decepción, para otros una pequeña luz, el presidente ha buscado con todas las herramientas que su imaginación, carácter e inteligencia le han dado, ejercer todo el poder. Su estilo de gobernar es el de un joven soñador de los años setenta; esta particular forma de pensar ha impedido que ejerza de manera institucional su poder, lo ha hecho, asegura, bajo una especie de presión que siente en su contra, luchando contra lo que considera es el “supremo poder conservador”.
¿Es real este dominio o es parte de su narrativa propagandista? Anhela el poder de los presidentes de los 60, 70 y 80, que terminó con Carlos Salinas, este poderío era prácticamente total, había varios contextos para que esto sucediera, como el internacional, pues aunque había democracia en el mundo, los estados buscaban ser muy fuertes, el mundo se debatía entre dos poderes fácticos, el caso de México fue excepcional, pues al mismo tiempo que ayudó a muchos regímenes de corte socialista, fue intermediario frente al poder de Estados Unidos y adoptó muchas prácticas soviéticas, proporcionó seguridad social y ayudó a ser una válvula para su disidencia, aun cuando tuvo su momento de guerra sucia y de masacre abierta en Tlatelolco, el estado mexicano trató de conciliar y cuando no pudo o no quiso, aplastó.
El paso siguiente de este poder casi total fue la tecnocracia (tékhnē “técnica” y krátos “poder”), que no era una mala idea, simplemente fue mal implementada porque dependía del poder político. La idea de esta tendencia política era evitar la demagogia y las especulaciones, como la famosa grilla y poner a personas especializadas y técnicas en el poder; así resolver los problemas con la mayor eficiencia y dejar de lado los vicios del tráfico de influencias. Al presidente, igual que a muchos de su generación, que no quisieron entender la tecnocracia, la idea de perder poder para dárselo a los técnicos y buscar la eficiencia, les parecía y aún hoy, una aberración, pues impedía la cooptación y su corrupción.
¿Tenemos hoy una transformación? No. ¿El presidente tiene un freno a su poder? Sí, pero no viene de los “conservadores” sino de las propias leyes que juro respetar. No hay nadie más poderoso que él, pero como no puede comprender y ajustar sus sueños políticos de adolescencia a las exigencias actuales, nos ha arrastrado a un estado anacrónico y disfuncional. Este gobierno no pudo transformar nada porque se peleó consigo mismo, se buscó un enemigo imaginario y nos dividió. Nadie, va a poder continuar este gobierno, tendremos otra cosa y esa otra alternativa iniciará el próximo martes que usted me lea, el principio del fin se prenderá este domingo con las votaciones y de ahí en adelante todo será electoral en la vida de la nación. ¿Nos hartaremos? ¿nos dividiremos más? Lo único seguro es que será el final de un gobierno que no pudo transformar nada y destruyó muchas cosas, menos nuestra voluntad. Usémosla.