Juan: 7, 37-39
El último día de la fiesta, que era el más solemne, exclamó Jesús en voz alta: “El que tenga sed, que venga a mí; y beba, aquel que cree en mí. Como dice la Escritura: Del corazón del que cree en mí, brotarán ríos de agua viva”.
Al decir esto, se refería al Espíritu Santo que habían de recibir los que creyeran en él, pues aún no había venido el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.
Reflexión
Esperando al Espíritu Santo
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Quizás muchos de nosotros tenemos que confesar sinceramente que esta fiesta del Espíritu Santo no despierta mucho eco en nuestras almas. Sabemos que existe el Espíritu Santo: lo hemos nombrado centenares de veces, con el amén detrás. Pero no sabemos que hacer con Él. El Espíritu Santo es – como se dice – la tercera Persona desconocida de la divinidad, el Dios desconocido para los cristianos.
Y este Espíritu Divino bajó en Pentecostés sobre la Iglesia primitiva. Lo hemos oído en la primera lectura de hoy (Hech 2, 1-11). Los apóstoles estaban reunidos con María en el Cenáculo y perseveraban en la oración. Estaban esperando, con ansias, al Espíritu Santo prometido.
Hasta entonces, los apóstoles dependían totalmente de Jesús. Él los condujo y acompañó, y ahora no tienen a nadie a su lado. Por eso, Jesús les promete un consolador, un guía, un apoyo tal como Él mismo lo había sido en medio de ellos. Así el Espíritu Santo los consolará, los aconsejará y los educará en su lugar.
Ya pronto se mostró la fuerza renovadora del Espíritu en ellos. Ante la cruz fueron cobardes y huyeron. Pero después de Pentecostés comenzaron a predicar a Cristo, a dar valerosamente testimonio de Él. Los apóstoles experimentaron una renovación interior, una transformación total hasta la médula. Ésta fue la obra del Espíritu Santo. También nosotros queremos ubicarnos espiritualmente en la situación del Pentecostés histórico. Porque este acontecimiento debe repetirse hoy aquí en nuestra comunidad.
Así nuestra oración tiene el mismo contenido que la de los apóstoles en el Cenáculo: “¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven sobre nosotros, ven a nuestros corazones!”
Y lo necesitamos, porque somos tan débiles, porque estamos tan esclavizados a lo terreno y lo material, tan poco abiertos para lo espiritual, para las cosas de Dios. Lo necesitamos para que eche fuera todo lo mediocre, todo lo enfermizo, todo lo mezquino en la mente, en la voluntad, en el corazón. Lo necesitamos para que Él haga nacer en nosotros el hombre nuevo que hemos de llegar a ser.
Pero para que esto suceda, para que el Espíritu Santo baje realmente sobre nosotros y actúe en nuestra vida, es preciso una cierta disposición interior.
- Primero, debemos despertar mucho más en nuestros corazones el anhelo por el Espíritu Santo y sus dones. Debemos despertar afectos de ansias para que Él tome en sus manos nuestra educación y transformación convirtiéndonos en hombres nuevos, según el ejemplo de Cristo y de María.
- Además, debemos esforzarnos más por estar en silencio, por tener momentos tranquilos y serenos, para poder escuchar lo que el Espíritu Divino nos sopla. Si en nuestro interior hay tanto ruido, tantas voces ajenas, tanto espíritu mundano, entonces no podemos escuchar la voz del Espíritu. Y si no lo escuchamos, no podemos saber lo que Él desea y pide a nosotros. Y así no vamos a entender ni a creer nunca en su actuación e influencia en nuestra vida.
Alma mariana
El día de Pentecostés, María, la Madre de Jesús, se encontró en medio de los apóstoles. Por eso no dudamos que sobre todo por su poderosa súplica maternal el Espíritu Santo vino sobre cada de ellos. Así también nosotros nos juntamos hoy con la Reina del Cenáculo para esperar el Espíritu Santo.
MT