Empecemos con un precepto básico: nadie merece morir por la manera en la que se mueve por la ciudad, especialmente si lo hace con la fuerza de sus propios pies o brazos. Si estamos de acuerdo con esto, estamos de acuerdo con que en nuestras vialidades no debería haber muertes por siniestros viales. Y, suponiendo que nadie quiere matar a otros de manera premeditada, entonces también estaremos de acuerdo que los “accidentes” no deberían desembocar en muertes… en el peligro de muerte.
Los pronunciamientos en contra de la violencia vial parten de estos dos preceptos y su corolario principal: si nadie es culpable de las muertes viales, ¿a quién responsabilizamos? La respuesta simplista es “al gobierno”, pero lo que pide la ciudadanía organizada y los especialistas en movilidad urbana se enfoca en cómo se diseñan las vialidades. Más que campañas de educación vial, imposición de multas o aumentos en la presencia de agentes viales, la medida más efectiva de garantizar la seguridad vial de todos los usuarios es a través de diseños viales que prioricen la vida pública sobre la velocidad.
Las recientes peticiones de organizaciones civiles no piden espacios o tratos exclusivos a peatones o ciclistas, sino una aproximación equitativa a las políticas de movilidad urbana que no comience con el supuesto que mover vehículos es el objetivo principal. La cultura vial que exigimos es la que diseña los sistemas de movilidad para mover personas y bienes de manera segura, confiable y solidaria.
MT