Daniel Lizárraga
Hace un mes sucedió algo inaceptable en Querétaro. El pasado 7 de junio, tres alumnos de la telesecundaria Josefa Vergara, en la colonia El Salitre, incendiaron el cuerpo de su compañero Juan. Ese día, un martes, sus burlas y castigos contra este joven por ser un indígena otomí los llevaron a cometer un delito, a provocar un daño irreparable.
Las generalizaciones no suelen ser el mejor termómetro para saber qué problemas persisten en las comunidades, sin embargo, esta agresión refleja racismo y un profundo odio. A Juan lo estigmatizaron por no hablar bien español, por vestir de manera distinta y tener una madre que vende dulces por la tarde para completar, en la medida de lo posible, lo que necesita la familia para vivir.
Juan y su familia han revelado ante distintos medios de comunicación que el acoso escolar no era nuevo. Ni la escuela y tampoco los maestros pudieron cortar de tajo este problema. O quizá, peor aún, nunca supieron cómo hacerlo. Hoy Juan lleva cuatro cirugías por las quemaduras en la parte baja de la espalda, los glúteos, las pantorrillas y en la zona genital.
¿Por qué es gracioso empapar un pupitre de alcohol, esperar a que Juan se acomodara ahí sin darse cuenta y luego prenderle fuego? Los tres adolescentes están sujetos a procesos penales. No obstante, difícilmente podrán ser enviados a prisión por su edad, alrededor de 14 años.
Sin duda alguna, los tres jóvenes tendrán que hacerse responsables de lo que hicieron. Pero ellos también han sido víctimas de una sociedad que tolera o incluso aplaude el racismo. Crecieron en un entorno social que fomentó el acoso escolar. Las redes sociales están llenas de videos e imágenes para denostar a quien es distinto, pululan las agresiones. Los y las autoras piensan que eso es gracioso y, eventualmente, los hará simpáticos o los convertirá en personajes con miles de seguidores.
Algo no está bien. Las autoridades escolares suspendieron a la maestra que sugirió al muchacho untarse cebolla para mitigar el dolor por las quemaduras y, por un tiempo, no hubo clases. ¿Y luego? ¿La maestra estaba preparada para enfrentar una situación así?
Mirar el caso de Juan como un hecho aislado sería lo peor. Hay que atacar al racismo de fondo y no únicamente atender las consecuencias. Los tres jóvenes agresores prendieron fuego a Juan porque lo consideraron gracioso y, peor aún, como una forma de castigarlo. Quién sabe hasta donde está enraizado este sentimiento absurdo, por lo menos, en las comunidades que viven estos chicos, que por cierto distan de ser barrios residenciales con campos del golf.
Ahí es donde se tiene que trabajar. Ellos no son los únicos racistas que sienten un fuerte impulso a exterminar a las personas de origen indígena.