Mario Maraboto
A lo largo de mi vida profesional he escuchado expresiones de ejecutivos de empresas y funcionarios públicos que los llenan de orgullo. Son frases como: “Nuestro activo más valioso son los recursos humanos”, “somos una empresa de calidad”, “Somos Socialmente Responsables”, “Somos responsables con el medio ambiente”, “No somos iguales”, “Acabamos con la corrupción”, “respetamos a todos” y otras por el estilo.
Estas frases hacen referencia a los denominados “valores corporativos” que, en teoría, distinguen a cada institución de las demás; en esencia, se trata de todo aquello que define su identidad al ser los principios que rigen toda su actividad.
La forma en que se viven esos valores puede provocar atracción o rechazo en función a la percepción que generen en el interactuar con sus públicos relacionados. Es por eso que no basta con definir los valores en una organización; se deben vivir notoriamente en el día a día, inclusive en los procesos de producción y de comunicación, para que influyan positivamente en los resultados.
Si una institución afirma que su valor más importante son sus recursos humanos, en la cotidianeidad los empleados deben sentir la empatía de sus jefes y directivos hacia problemas y situaciones que enfrentan tanto en lo laboral como en lo personal; de no ser así, sólo se genera una comunicación negativa.
La condición básica es el compromiso claro de los dirigentes para actuar conforme a esos valores y proyectarlos en acciones y actitudes testimoniales entre sus públicos relacionados internos y externos. El fundamento es no mentir; no decir una cosa y actuar en contrasentido porque tarde o temprano alguien, en algún lugar, lo descubrirá y lo expondrá a la luz pública. Y eso sucede con frecuencia.
Uno de los mayores valores intangibles de una organización, pública o privada, es su cultura, el fundamento sobre el que se construye la identidad y en torno a la cual se concentran otros intangibles, también importantes, que permiten marcar la diferencia entre unas empresas y otras. Por su parte, el valor intangible más importante de un presidente es su palabra; si está sólo queda en expresiones y no en realidades, ese valor se deteriora y se devalúa.
La semana pasada el presidente López expresó que ofreció al gobierno de Estados Unidos y a sus empresarios que hará cambios al proyecto de reforma eléctrica, para no obstaculizar la inversión y promover energías limpias. Sus palabras fueron caricaturizadas ante la inevitable realidad de su apoyo a las energías contaminantes; su palabra es un valor que no se vive.
Otros de sus intangibles: “atención a los pobres”, “combate a la corrupción y la delincuencia”, y “libertad de expresión”, entre otros. ¿Cree usted, amable lector, que, en su caso, estos sean valores? Dado que no existe una clara medición de su impacto en los beneficios al público, su expresión sólo se percibe como una forma de mercadotecnia.
El valor de la palabra en AMLO se deteriora: ¿Qué pasó con el mejor sistema de salud? ¿En dónde el disminuirán los precios de la gasolina y la luz? ¿Cuál es la evidencia de que ya no hay corrupción? Aun cuando los valores corporativos van adquiriendo mayor relevancia entre gobiernos e inversionistas en todo el mundo, el tema, al menos para el presidente, parece lejos de ser fundamental. Es evidente que, como ya es costumbre, tiene otros valores más importantes que nadie conoce.
Su palabra es un valor tan devaluado como la economía del país.