La voz del vicario de Cristo
Hoy, con la ayuda de la Palabra de Dios que hemos escuchado, abrimos un pasaje a través de la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del abandono, de la desilusión y la duda. Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las situaciones dramáticas —a veces trágicas— de la vida, pueden suceder en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una especie de hábito, incluso de molestia. Cuántas veces hemos escuchado o hemos pensando: “Los ancianos molestan”; lo hemos dicho, lo hemos pensando… Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan, justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de reacción y de lucha. En cambio, las heridas, también graves, de la edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido vivida. Y así los ancianos son un poco alejados también de nuestra experiencia: queremos alejarlos.
En la común experiencia humana, el amor —como se dice— es descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. El camino de honrar a las personas que nos han precedido empieza aquí: honrar a los ancianos.
Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor —es decir, ternura y respeto al mismo tiempo— destinado a la edad anciana está sellado por el mandamiento de Dios. «Honrar al padre y a la madre» es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de los diez mandamientos. No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras palabras, se trata de la vejez de la vida.
Por favor, custodiad a los ancianos. Y si pierden la cabeza, custodiadlos también porque son la presencia de la historia, la presencia de mi familia, y gracias a ellos yo estoy aquí, lo podemos decir todos: gracias a ti, abuelo y abuela, yo estoy vivo. Por favor, no los dejéis solos. Y esto, de custodiar a los ancianos, no es una cuestión de cosméticos ni de cirugía plástica, no. Más bien es una cuestión de honor, que debe transformar la educación de los jóvenes respecto a la vida y a sus fases. El amor por lo humano que nos es común, e incluye el honor por la vida vivida, no es una cuestión de ancianos. Más bien, es una ambición que iluminará a la juventud que hereda sus mejores cualidades. La sabiduría del Espíritu de Dios nos conceda abrir el horizonte de esta auténtica revolución cultural con la energía necesaria.
MT