Lucas: 6, 17. 20-26
En aquel tiempo, Jesús descendió del monte con sus discípulos y sus apóstoles y se detuvo en un llano.
Allí se encontraba mucha gente, que había venido tanto de Judea y de Jerusalén, como de la costa de Tiro y de Sidón.
Mirando entonces a sus discípulos, Jesús les dijo: “Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán.
Dichosos serán ustedes cuando los hombres los aborrezcan y los expulsen de entre ellos, y cuando los insulten y maldigan por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo. Pues así trataron sus padres a los profetas.
Pero, ¡ay de ustedes, los ricos, porque ya tienen ahora su consuelo! ¡Ay de ustedes, los que se hartan ahora, porque después tendrán hambre! ¡Ay de ustedes, los que ríen ahora, porque llorarán de pena! ¡Ay de ustedes, cuando todo el mundo los alabe, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas!”.
Pobreza
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
El Evangelio de hoy nos habla de las bienaventuranzas. Son como las condiciones para poder entrar en ese Reino nuevo que Cristo inaugura ya en la tierra. Sobre todo la primera, la de la pobreza, es muy decisiva para ser un cristiano auténtico. Por eso vamos a reflexionar ahora un poco sobre la actitud evangélica de la pobreza.
“Felices los pobres, felices los que tienen alma de pobres, porque de ellos es el Reino de Dios”. No hay entrada para nosotros en el Reino de Dios, si no somos pobres de alma. Porque la pobreza es la primera condición para ser accesible, permeable a Dios.
Ella es el punto de partida de la vida cristiana. Si no somos pobres espiritualmente, no estamos en la fe.
Sabemos que la pobreza de alma no es una cuestión del dinero, sino una cuestión del corazón. El hecho de que no se posea dinero, no es de por sí una virtud. Se puede no tener ni un centavo, pero tener la actitud del rico.
Se puede también – si bien raramente – poseer muchos bienes y tener la actitud del pobre. La pobreza evangélica es una actitud espiritual, y todos somos invitados a ella – prescindiendo de nuestros bolsillos.
El pobre está dispuesto a dejarse poner en duda, dejarse cuestionar por Dios, siempre de nuevo. Él acepta dejarse arrojar de sus posiciones, de sus estructuras, de sus principios, de todo lo que le es propio. Sólo el pobre sale de sí mismo, se pone en camino. Es el que no se resigna a estar tranquilo, el que acepta ser molestado por la palabra de Dios.
El pobre se da cuenta de que depende totalmente de Dios. Tiene el sentido de su limitación humana. En el fondo, cada hombre – tal vez sin saberlo – es un pobre.
Y la pobreza material es bienaventurada porque es el signo visible de una pobreza mucho más profunda y universal: nuestra pobreza moral, nuestra fe miserable, nuestro amor raquítico. Todos somos pobres ante Dios, con nuestra culpa, nuestra miseria, nuestra deficiencia – pero no todos lo reconocemos ante Él.
Sólo aquel que conoce y reconoce su debilidad y pequeñez ante Dios, pone toda su confianza en Él, espera todo de Él, busca su protección poderosa. En esa actitud de pobreza espiritual se vacía de sí mismo. Y porque está abierto y disponible para Dios, hay lugar para la acción divina.
Y cuando ya no tenemos necesidad de Dios, cuando estamos satisfechos de nosotros mismos, de nuestros conocimientos, de nuestras prácticas religiosas, cuando no esperamos ya nada de Dios entonces somos ricos. Creo que no hay pecado mayor que el de no esperar nada de Dios. Porque si no esperamos nada de Dios, es que ya no creemos en Él, es que ya no lo amamos.
Queridos hermanos nuestra actitud frente a Dios debe ser: una apertura y disponibilidad total e ilimitada. No debemos buscar el camino más fácil, más cómodo, sino el deseo y la voluntad de Dios en todas las situaciones de nuestra vida.
MT