Daniel Lizárraga
Hasta ayer martes 12 de octubre a las 12:20 horas, la fotografía que tiene como protagonista al exdirector de Pemex, Emilio Lozoya, en el restaurante Hunan, ubicado en una de las zonas exclusivas de Polanco en la Ciudad de México, arrojaba 7 millones 240 mil referencias y comentarios en 0.72 décimas de segundo en Google. De esta dimensión fue el impacto de la imagen colgada en las redes sociales por la columnista Lourdes Mendoza.
¿Sorprendido? ¿incredulidad al ver a la periodista que él acusó de corrupción sin más pruebas que su palabra apuntándole con un móvil? ¿Molestia? ¿No saber qué decir a sus acompañantes en la mesa? Es difícil saber los pensamientos que tuvo el exdirector de Pemex y único testigo realmente importante que tiene la Fiscalía General de la República (FGR) sobre la corrupción de Odebrecht en México.
La imagen dista de la pose de altivez de Lozoya cuando se sabe el objetivo de una lente. Esta vez no tenía ese cuello erguido y la mirada hacia el infinito. Ronald Barthes, el semiólogo estructuralista francés, en uno de sus libros titulado ‘La cámara lúcida’ escribió que cuando cualquier persona está consciente de que será captado en una fotografía posa, mueve su cuerpo o toma una postura con la que pretende quedar ahí, para que los demás tengan una imagen que esa persona quiere proyectar.
Los ojos abiertos como platos de Lozoya denotan el rostro de quien se ve sorprendido. El binomio impunidad-corrupción campó entre la opinión pública. La Fiscalía nada pudo objetar contra esa enorme marea, entre otras cosas, porque trató infructuosamente de evitar el golpe a través de un comunicado en el cual afirma, en esencia, que el proceso judicial en el caso del exdirector de Pemex aún no concluye, faltan diligencias y más pruebas que deberán presentarse ante el juez.
La palabra escrita requiere de un proceso de entendimiento. El signo lingüístico –como lo descubrió Ferdinand de Saussure– requiere de una mecánica mental que decodifica cada persona, es decir, interpreta el mensaje de acuerdo con sus propias coordenadas.
La imagen por definición causa un impacto inmediato. El proceso de entendimiento es mucho más colectivo. Ahí estaba, libre en un restaurante de lujo, el señor que recibió 10 millones de pesos para contratos, sobornar a diputados y financiar la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto.
La explicación de la FGR es válida, importante para saber por qué Lozoya podía estar ahí degustando pato a la carta y una botella de vino blanco; sin embargo, la comunicación no se les da en la Cuarta Transformación encabezada por el presidente López Obrador.
Desde el Palacio Nacional hasta la oficina más modesta en el Gobierno, no entienden cómo atender estos momentos de crisis mediática. En la FGR emitieron un comunicado inútil, como tratar de derribar un muro con un martillo. El impacto de esa fotografía contra la palabra escrita es nada. El discurso del mandatario también. No se han dado cuenta o no saben que son canales distintos.
El Gobierno y la FGR van corriendo detrás, siempre a la zaga de lo que se va informado desde el periodismo de investigación sobre la corrupción en el caso Odebrecht y en la reforma energética de Peña Nieto. Ellos, en el Gobierno, esperan los tiempos del juzgado y se aferran a una forma de comunicar caduca, obsoleta.
El recurso de culpar al pasado encaja cuando el contexto emana de esos tiempos, pero cuando la trucha brinca por otro lado del estanque muestran su amplio desconocimiento sobre estrategias de comunicación. Su armadura es medieval.