La Gran Mentira sobre las elecciones no surgió de las bases, sino que fue promovida desde arriba, en principio por Trump mismo, pero lo que es crucial es que casi ningún político republicano prominente estuvo dispuesto a contradecir sus afirmaciones y muchos se apresuraron a respaldarlas
Paul Krugman
Es posible que el experimento democrático de Estados Unidos esté llegando a su fin. No es una hipérbole; es evidente para cualquiera que siga la escena política. Los republicanos podrían tomar el poder de manera legítima, podrían ganar a través de la supresión generalizada de los votantes, los legisladores del Partido Republicano podrían limitarse a negarse a certificar los votos electorales demócratas y declarar ganador a Donald Trump o a su heredero político. De cualquier manera, el Partido Republicano tratará de asegurar un bloqueo permanente en el poder y hará todo lo posible para suprimir la disidencia.
Pero, ¿cómo hemos llegado hasta este punto? Leemos todos los días sobre la rabia de la base republicana que, en su inmensa mayoría y sin fundamento alguno, cree que las elecciones de 2020 fueron robadas y sobre los extremistas en el Congreso, que insisten en que estar obligado a usar cubrebocas es el equivalente al Holocausto.
Sin embargo, yo diría que centrarse en la insensatez puede dificultar nuestra comprensión de cómo todo esto llegó a ser posible. La teoría de la conspiración no es algo nuevo en nuestra vida nacional; Richard Hofstadter escribió “The Paranoid Style in American Politics” allá por 1964. La ira blanca ha sido una fuerza poderosa al menos desde el movimiento de los derechos civiles.
La diferencia en esta ocasión es la aquiescencia de las élites republicanas. La Gran Mentira sobre las elecciones no surgió de las bases, sino que fue promovida desde arriba, en principio por Trump mismo, pero lo que es crucial es que casi ningún político republicano prominente estuvo dispuesto a contradecir sus afirmaciones y muchos se apresuraron a respaldarlas.
Dicho de otro modo: el problema fundamental no radica tanto en los locos como en los arribistas; no en la locura de Marjorie Taylor Greene, sino en la falta de carácter de Kevin McCarthy.
Y esta falta de carácter tiene profundas raíces institucionales.
Desde hace mucho tiempo, los politólogos han señalado que nuestros dos principales partidos políticos son muy distintitos en sus estructuras subyacentes. Los demócratas son una coalición de grupos de interés —sindicatos, ambientalistas, activistas de la comunidad LGBTQ y más—. El Partido Republicano es el vehículo de un movimiento cohesionado y monolítico. A menudo se describe como un movimiento ideológico, aunque dados los giros de los últimos años —la repentina adopción del proteccionismo, los ataques a las corporaciones que tienen conciencia social— la ideología del movimiento conservador parece menos evidente que su voluntad de poder.
En cualquier caso, durante mucho tiempo la cohesión conservadora les hizo la vida relativamente fácil a los políticos y funcionarios republicanos. Los demócratas profesionales tenían que abrirse paso entre las demandas, a veces contradictorias, de diversos grupos de interés. Todo lo que tenían que hacer los republicanos era seguir la línea del partido. La lealtad se recompensaba con escaños seguros y si un republicano de buena posición perdía las elecciones, el apoyo de los multimillonarios significaba que había una red de seguridad —“asistencia para compinches”— en forma de lugares en grupos de expertos con un financiamiento generoso, trabajos en Fox News y otros por el estilo.
Claro, la vida fácil de un republicano profesional no era atractiva para todos. Desde hace mucho tiempo, el Partido Republicano ha sido un lugar incómodo para la gente con verdadera experiencia en políticas públicas y reputaciones fuera del partido, que podrían encontrarse con que se espera que respalden afirmaciones que saben que son falsas.
El campo que mejor conozco, la economía, contiene (o solía tener) bastantes republicanos con una sólida reputación académica. Como casi todas las disciplinas académicas, el campo se inclina hacia los demócratas, pero mucho menos que otras ciencias sociales e incluso las ciencias duras. No obstante, el Partido Republicano prefiere de manera sistemática que lo asesoren los cascarrabias de confianza en el terreno político.
El contraste con el equipo de Biden, por cierto, es extraordinario. A estas alturas es muy difícil encontrar un auténtico experto en política fiscal, mercados laborales, etc. — un experto con una reputación independiente que espere volver a una carrera no política en un par de años— que no haya pasado a formar parte del gobierno.
Las cosas pueden ser aún más complicadas para los políticos que en verdad se preocupan por la política, siguen teniendo principios y tienen circunscripciones personales separadas de su afiliación al partido. No hay espacio en el Partido Republicano de hoy para el equivalente de Bernie Sanders y Elizabeth Warren, a menos que se cuente al personaje en extremo sui generis de Mitt Romney.
Y el predominio de arribistas cobardes es lo que ha hecho al Partido Republicano tan vulnerable a la toma de posesión autoritaria.
Sin duda, la gran mayoría de los republicanos en el Congreso sabe que las elecciones no fueron robadas. En realidad, muy pocos creen que el ataque al Capitolio fue una operación antifa de falsa bandera o una simple multitud de turistas inofensivos. No obstante, décadas como empresa monolítica y verticalista llenaron al Partido Republicano de personas que seguirán la línea del partido sin importar cuál sea.
Así que si Trump o una figura parecida a Trump declara que siempre hemos estado en guerra con Asia Oriental, bueno, su partido dirá que siempre hemos estado en guerra con Asia Oriental. Si dice que ganó unas elecciones presidenciales de manera aplastante, no importan los hechos, dirán que ganó las elecciones de manera aplastante.
La cuestión es que ni la megalomanía en la cúspide ni la rabia en la base explican por qué la democracia estadounidense pende de un hilo. La cobardía, no la locura, es la razón por la que el gobierno del pueblo pronto podría desaparecer de la tierra.