Netflix se ha adelantado a la compañía biofarmacéutica Gilead: la serie documental sobre la COVID-19 ha llegado mucho antes que la vacuna
Jorge Carrión
El primer capítulo comienza con primeros planos de dirigentes mundiales y acaba con un mosaico de gente jugando o bailando en sus casas y balcones en marzo de 2020.
Aunque esa división multipantalla sea un recurso clásico del lenguaje audiovisual, todos los espectadores pensamos ahora en lo mismo al verlo: Zoom.
Nada es ajeno a la moda ni a las industrias de la representación. La estética de la pandemia tuvo durante las primeras semanas un icono indudable, la mascarilla, que ya ha entrado en la lógica del diseño y de la producción de accesorios.
Pero durante las semanas de encierro son las aplicaciones de videoconferencias y reuniones virtuales las que han proporcionado los símbolos visuales más reconocibles de la profunda alteración social que ha supuesto la COVID-19.
Representan perfectamente cómo los gobiernos, las empresas, la educación o el ocio siguen en activo pese a los respectivos confinamientos.
La imagen de esa cuadrícula de rostros en lugares distintos resume lo que somos en estos momentos: una sucesión de celdas con ventanas de píxeles que comunican con otras celdas. Una colmena infinita y virtual. La pantalla subdividida recuerda a una fachada compartimentada en balcones.
Y a una micrografía que muestra una red de virus iguales, cada uno con su corona de proteínas. Y esos son los tres tipos de imágenes más frecuentes de la prensa de las últimas semanas: las pantallas de Zoom y otras aplicaciones, los mosaicos de balcones y las criomicroscopías electrónicas que representan al patógeno que ha puesto en estado de alarma al mundo entero.
Tienen en común la ausencia de protagonismos individuales, una geometría sin privilegios. Zoom Video, al margen de un par de opciones cosméticas, carece de filtros, es decir, de formas de singularización. Su estética es maoísta, uniforme.
Si en la literatura medieval la muerte es la gran igualadora social y en la tradición literaria de las plagas se insiste en que los virus no distinguen entre clases, no es de extrañar que la gran plataforma de representación de esta pandemia no permita la diferenciación estética entre reuniones de trabajo y celebraciones con amigos, entre ensayos de orquesta y conciertos en directo, entre cibersexo y funerales.