Un virus que afecta a los cuerpos y que se transmite cara a cara multiplica exponencialmente nuestra dependencia de los dispositivos
Jorge Carrión
Somos un matrimonio con dos hijos pequeños y nuestra rutina durante el encierro podría resumirse así. Después de desayunar, consultamos el Google Drive del colegio para ver las actividades educativas que realizaremos durante el día.
La sesión de gimnasia la hacemos mirando tutoriales de YouTube. Los dibujos animados los encontramos en Netflix o en Movistar+; las series y las películas, en HBO y Filmin. Mi pareja y yo nos turnamos para impartir clases a través de Zoom. Con la familia y los amigos nos comunicamos y nos cuidamos gracias a WhatsApp.
La paradoja es evidente. La biología, y no la tecnología, acelera la digitalización del mundo. Un virus que afecta a los cuerpos y que se transmite cara a cara, o por la superficie de los objetos multiplica exponencialmente nuestra dependencia de los dispositivos. Un fenómeno biológico nos está hundiendo en la virtualidad.
Si al ritmo del año pasado la transición digital se hubiera completado, digamos, en 30 o 40 años, es muy probable que tras la pandemia ese plazo se reduzca drásticamente.
En ‘La estructura de las revoluciones científicas’, el filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn afirmó que las crisis son prerrequisitos de las revoluciones y distinguió entre el cambio acumulativo y el revolucionario.
Nunca antes en la historia de la humanidad había ocurrido una pandemia de contagio tan vertiginoso. Es probable que la acumulación exponencial de conocimiento complejo durante estos meses en los campos de la biotecnología, la informática, la robótica, la estadística, la ingeniería de sistemas o de datos complete en un tiempo ‘récord’ la revolución tecnológica que ya estábamos viviendo.
Cuando las emergencias sanitaria, funeraria y psicológica terminen, en plena crisis económica, deberemos evaluar cómo hemos modificado nuestra relación con el mundo físico y con el virtual; así como recordar que también un virus informático podría paralizar la realidad, porque en un futuro, más o menos próximo, la inteligencia artificial sufrirá sus propias epidemias.
Aunque no sabemos ni qué pasará mañana, podemos proseguir con ese ejercicio de imaginación. Si la crisis no acaba paralizando la industria y la investigación tecnológicas, la descomunal inyección de dinero y de macrodatos que le está proporcionando a empresas como Google, Amazon, Facebook o Netflix va a impulsar todavía más el desarrollo de la inteligencia algorítmica.
Es verosímil pensar que, cuando hagamos un balance colectivo de la gestión de una epidemia que la informática detectó antes que la Organización Mundial de la Salud, no será extraño que se decida dar más poder de decisión a las máquinas. Mientras tanto, se habrá incrementado exponencialmente nuestra dependencia a las interfaces.