Corría el año de 1934 cuando el acaudalado señor Kaufmann le encargó al célebre arquitecto Frank Lloyd Wright una casa de retiro, junto a un arroyo en Pensilvania
Raúl D. Lorea
Tras visitar el lugar, el arquitecto encargó a sus alumnos que dibujaran el terreno indicando detalladamente cada piedra y cada árbol.
Lo que impresionó a sus dibujantes fue que, durante los siguientes tres meses, el arquitecto no hizo un solo trazo del proyecto, hasta que un día recibió una llamada del cliente.
Tras decirle: “venga, lo estamos esperando”; colgó, se sentó y empezó a dibujar. El cliente estaba a tan solo tres horas de llegar y, en ese momento, comenzó un proceso creativo que pasó a la historia de la arquitectura. Diseñando la planta baja primero, la planta alta después, dibujaba y cuando se le rompían los lápices, sus alumnos le daban otro.
Se hizo un silencio mientras todos veían sus trazos y escuchaban sus ideas. Con asombro notaron que se sabía todos los árboles del área donde estaría el proyecto, ubicándolo justo sobre una cascada.
El diseño se veía grande y, cuando terminó la última planta, notaron que era genial; integraba cada piedra y cada árbol a la casa. Justo al terminar, entró la secretaria informando que el cliente ya estaba ahí.
‘La casa de la cascada’ resultó ser una obra maestra y se volvió un ícono de la historia de la arquitectura, resuelta con pasión y con la genialidad de Wright.
Sin fanatismos ni exageración, lo que admiro de Wright es esa forma de ver la arquitectura más allá de solo diseñar para vender, como hoy se hace. Pensaba cuidadosamente en quién y cómo utilizará el edificio, los materiales, estudiando meticulosamente las características del terreno donde se construirían.
Hoy, ese tipo de arquitectura se ha dejado para quienes pueden pagarla, los proyectos se diseñan sin personalidad, uno tras otro y el urbanismo beneficia mayoritariamente a las máquinas que nos trasladan.
Ahora que la ciudad está un poco vacía, ¿qué le falta? Exacto, falta lo más importante: nosotros.
Una ciudad sin personas no tiene razón de ser. Por eso, debemos hacer ciudades más humanas que permitan a todas las personas desarrollarse, convivir, desplazarse, disfrutar, comer, crear, aprender, crecer…