Maureen Dowd
Nunca me ha interesado demasiado la reina. Quizá sea por mi sangre irlandesa. Como bien dijo Winston Churchill: “Los irlandeses siempre nos han parecido un poco raros. Se rehúsan a ser ingleses”.
O quizá sea por mis raíces estadounidenses. Nos costó trabajo librarnos de ese tropel amante de los ‘corgis’ y la ginebra hace 244 años. Pero pienso que, quizá muy adentro, Estados Unidos se lamenta de haber perdido a la familia real. ¿O cómo explicamos nuestra perdurable fascinación con las dinastías? Luego de haber pasado mi carrera reportando sobre cuatro dinastías políticas disfuncionales, me resisto más que nunca a la idea de que la biología te hace merecedor a tener autoridad.
El fantasma de una Diana que se rebeló anima el malogrado cuento de hadas de Meghan y Harry y su excesivo intento por darle un vuelco a siglos de reglas inflexibles y liberarse de la Firma. El peligroso tango que la Princesa Diana bailaba con los tabloides le quitó a Enrique las ganas de jugar el mismo juego, sobre todo debido al dejo de racismo que existe en contra de Markle. Hace poco confesó que el sonido y las luces de las cámaras fotográficas le traían recuerdos de la muerte de su madre.
Dado el estado del mundo y la implosión del Imperio Británico (los escoceses están pensando en salirse, la unidad irlandesa está en juego, Australia arde y Boris Johnson engaña a la reina para que suspenda el Parlamento en un ardid por obtener su Brexit), es difícil sentir pena por la duquesa de Sussex quejándose de que sus diamantes le pesan mucho. El ‘pathos’ que inspira Markle, en su jaula de diseñador, tiene un límite.
Es fácil para la realeza venir a Norteamérica, donde los acogen con opulencia como celebridades, pero sin todas esas molestas restricciones de clase y funciones que cumplir (Véase el episodio de ‘The Crown’ donde sale una alocada y borracha Princesa Margarita seduciendo a Lyndon B. Johnson).
De cualquier manera, creo que Meghan Markle debió haber hecho gala de su mentalidad progresista donde más falta hacía: en el Palacio de Buckingham. Pudo haber actuado como los Obama, quienes hicieron una labor excelente al ponerse por encima de las provocaciones racistas y trabajar con la institución para crear en el imaginario público una nueva realidad racial en Estados Unidos.