A Carrie Lam, la gobernante de Hong Kong respaldada por Pekín, no le contenta que la Navidad haya sido “arruinada por un grupo de alborotadores imprudentes y egoístas”. Joan Shang, que trabaja en desarrollo sostenible y se ha unido a las protestas en favor de la democracia, tiene una opinión diferente. “Es una guerra ideológica y estamos en el centro de ella”, dijo sobre la campaña de casi siete meses. Ese tipo de luchas no toman un descanso para celebrar a Santa Claus.
Me encontré a Hong Kong, que alguna vez fue el hogar apolítico de la búsqueda pragmática del dinero, desgarrada y conmocionada. Un consultor, que piensa que la ciudad ahora es “una base de subversión contra el Gobierno central chino”, me dijo que había hecho los arreglos para que su familia se quedara en Nueva York porque no quiere que sus hijas adolescentes respiren este “aire tóxico”. No se refería a los gases lacrimógenos sino a una división venenosa.
Todo, desde las reuniones de las cooperativas hasta las conversaciones durante la cena, está cargado de la tensión entre el campamento de manifestantes ‘amarillos’ y el bloque ‘azul’ de Pekín. El diálogo es casi inexistente. La lucha ideológica amarillo-azul enfrenta al Estado de derecho de Hong Kong contra el “Estado de derecho” de China, a las sociedades libres contra la intensificación de la autocracia del estado de vigilancia del presidente Xi Jinping.
La confrontación no terminará pronto. Decir que el rumbo del siglo XXI depende del resultado de este conflicto sería exagerado, pero no disparatado. “Esta es la guerra del infinito”, me dijo Joshua Wong, un destacado activista por la democracia.
“Cuando Xi dice la ‘patria’, me desanima”, dijo Shang mientras tomábamos un café. “No tengo vínculos con ese país. Nosotros en Hong Kong no somos una sociedad autoritaria. Psicológicamente, China no puede entender a los jóvenes que están dispuestos a sacrificar sus propios intereses en aras de la democracia. Para ellos, todo se trata de dinero”.