Los Gobiernos no parecen saber cómo superar la difícil prueba de lidiar con el descontento popular
Diego Fonseca
El día en que el general Williams Kaliman sugirió a Evo Morales que abandone la presidencia de Bolivia hizo más que desplazar a un movimiento ciudadano con un golpe militar: dejó en claro que los soldados no se han ido jamás de la sombra del poder en las dos largas décadas del retorno a la democracia tras las dictaduras militares.
El caso boliviano ha puesto en la mesa que, cuando fracasan en América Latina las capacidades políticas de nuestras democracias imperfectas para gestionar los tensos equilibrios del Gobierno, el estamento militar todavía cree tener potestades superiores al dictado constitucional. Es urgente para nuestra región no rendirnos a la idea de que para salir rápido de crisis políticas o de regímenes autocráticos no hay más solución que rebeliones o golpes. Las hay.
La experiencia boliviana no es un caso aislado. En Venezuela y Nicaragua, quizás los casos más visibles de la región, las fuerzas armadas cogobiernan como parte integral de los regímenes bolivariano y sandinista. En el Brasil de Jair Bolsonaro, hay más de 100 militares en cargos estratégicos. Los militares han sido centrales en el proceso de represión en Chile, que aún tiene cicatrices de la larga dictadura de Augusto Pinochet. En México, cuando la crisis del narco fue convertida en un asunto de seguridad nacional, los militares fueron enviados primero a combatir el crimen organizado hace 13 años y luego se convirtieron en una fuerza parapolicial con poder de mando propio con la Guardia Nacional de Andrés Manuel López Obrador.
Los Gobiernos latinoamericanos no parecen saber cómo superar la difícil prueba de lidiar con el descontento popular una vez concluida la mejor etapa de crecimiento económico del último siglo.
Es el momento de que cada movimiento –populista o neoliberal, progresista o conservador– envíe a la escena a su traidor necesario: alguien capaz de renunciar a posiciones intransigentes para acercar la balanza a un centro razonable.
La crispación favorece a los cínicos. O construimos democracia o los militares construyen otra cosa por nosotros, ya no con golpes de Estado desembozados, sino haciéndonos creer que su concepción del orden –susurrado al oído de los políticos– es el modo en que debe organizarse una sociedad democrática.