En el caso de Estados Unidos, la confianza no es algo que pueda recuperarse fácilmente
Roger Cohen
El presidente Donald Trump ha dado una clase magistral sobre el desafortunado vínculo entre su “instinto” y la destrucción de la credibilidad estadounidense. Su ligereza en cuanto al destino de los kurdos en el norte de Siria ha sido inmoral en su indiferencia a la vida humana, los aliados y los intereses nacionales de Estados Unidos. Desde su aparente aprobación del ataque de Turquía en el norte de Siria hasta su amenaza de “destruir por completo y arrasar” con la economía turca y su rechazo al estilo de Chamberlain del destino de los kurdos (“¡Estamos a 11.265 kilómetros de ahí!”), ha actuado como un payaso en jefe.
La palabra de Estados Unidos vale menos hoy que en ningún otro momento desde 1945. La confianza no es un bien que se recupere fácilmente. Acuerdos solemnes celebrados por este país, como el acuerdo nuclear con Irán, se han hecho trizas, solo para ser sustituidos con amenazas vacías. Se ha traicionado a amigos como los kurdos, que han derramado sangre para infligir un enorme daño al Estado Islámico. Día tras día, un presidente al que no le importan los hechos desmantela la idea de la verdad.
El orden de la posguerra encabezado por Estados Unidos se basaba en promesas derivadas de tratados que convencían a los aliados. Eso se acabó. No se sabe con certeza qué lo sustituirá. Con Trump, la “política exterior” se ha convertido en un oxímoron; la ha remplazado el teatro en el extranjero, y muere gente en el escenario sangriento de los caprichos de Trump.
Ahora los europeos se encogen de hombros cuando no se ríen. El consenso es que Estados Unidos ha perdido la cordura. No hay nadie en casa. Un niño presidente en el Despacho Oval escribe una carta al gobernante turco, quien, como debe ser, la tira a la basura. Así estamos esta semana. La semana próxima, nadie sabe. Trump y la incertidumbre son sinónimos. Una brújula no muy precisa indica que la insensatez presidencial apunta al norte.