Pongan atención a Hong Kong. Los tres meses de protestas aquí dicen mucho sobre el estado de la democracia en la actualidad
Thomas Friedman
Pongan atención a Hong Kong. Los tres meses de protestas aquí dicen mucho sobre el estado de la democracia en la actualidad: que la búsqueda humana de la libertad no puede apagarse, ni los más poderosos sistemas autocráticos pueden hacerlo y cuán difícil es transformar esa búsqueda en un cambio duradero en la era de Twitter, cuando todo el mundo es un líder, un seguidor, un emisor y un crítico, y ceder se vuelve casi imposible.
Sí, Hong Kong nos recuerda que el pueblo –Dios lo bendiga– tiene cuerpos y almas. El gran error que los autócratas cometen por lo general es pensar que pueden prosperar indefinidamente alimentando solo el cuerpo y no el alma.
Aunque las protestas de Hong Kong están motivadas por muchas quejas, incluyendo las brechas de ingresos y la escasez de viviendas asequibles, la lava ardiente de este volcán es que muchos hongkoneses se identifican a sí mismos como hombres y mujeres libres y de manera visceral rechazan el acuerdo gobernante que el Partido Comunista ha impuesto a China continental y que quisiera imponer sobre Hong Kong: enriquecerse es glorioso, pero decir lo que piensas es peligroso. ¿Por qué los hongkoneses se sienten obligados a afirmar su identidad como un pueblo libre ahora?
Porque cualquiera que haya visitado China durante los últimos 30 años sabe que hoy es mucho más abierta de lo que era hace tres décadas, y hoy es mucho más cerrada de lo que era hace cinco años.
La esperada y anhelada tendencia hacia una mayor apertura en China continental se ha abortado y revertido desde que Xi Jinping llegó al poder en 2013, cuando tomó medidas enérgicas contra la corrupción y la más mínima disidencia y luego, en 2018, se estableció como presidente de por vida.
Esa inconfundible brisa helada de Pekín, donde ahora la gente ni siquiera disiente en voz baja, con cámaras y micrófonos por todas partes, ha soplado hasta Hong Kong.