Otro día perfecto, ni una nube en el cielo de septiembre, como si quisiéramos suprimir el tiempo y comprimir 18 años en un instante.
La parte frontal de Manhattan se extiende bajo mis pies. La Estatua de la Libertad y el puente Verrazzano-Narrows atraen mi mirada sobre la tierra y el agua hasta el horizonte. Esto es lo que vieron antes de que los aviones se estrellaran, la imagen más poderosa de la posibilidad estadounidense que puede haber, la puerta de entrada a una nueva tierra, un lugar, citando a Fitzgerald, el lugar donde “el hombre debe haber contenido el aliento” al ver un lugar “limitado a su capacidad de admiración”.
En este aniversario del 11 de septiembre de 2001, me encontraba en el piso 50 del One World Trade Center, en los 541 metros de la Torre de la Libertad, que se alza en el sitio donde estaban las Torres Gemelas. “Saltar desde aquí”, declara Lu Maheda, subsecretario adjunto interino de operaciones mediáticas del Departamento de Seguridad Nacional. “Piensen en eso”.
Piensen en eso, la decisión que tomó la gente que una clara mañana de Nueva York, cuando se vivía la promesa inicial del siglo XXI, entre el infierno y el vórtice. Sin importar lo mucho que lo intenten, no acabarán de situarse en esa trampa mortal. Escapa a nuestra imaginación, como el ataque mismo.
Miré hacia abajo. Los rayos del sol brillan sobre las fuentes del monumento conmemorativo. Las personas que se congregan ahí unidas por el dolor, son como las sombras de las nubes en una llanura. Me estremece recordar la fotografía de Richard Drew de “El hombre que cae” y otras imágenes de personas que saltaron. Pero el vértigo que siento no es por esto ni por el vacío bajo mis pies.
Se deriva de la enormidad de lo que forjó ese momento: las guerras interminables de Estados Unidos, la invasión progresiva del miedo, la fractura entre quienes lucharon y quienes compraron, la pérdida de vidas y patrimonio, la desorientación de una nación que ya no era un santuario, el colapso del punto intermedio, la frustración, el enojo y el desarraigo que, con el tiempo, produciría un presidente que brama, en su evidente pequeñez, sobre la restauración de la grandeza estadounidense.
“Cuando un hombre se siente pequeño, hará cosas que lo hagan sentir grande”, comenta Dill en una adaptación de Aaron Sorkin de ‘Matar a un ruiseñor’.
Otro día perfecto, sin una nube en el cielo, mi hijo menor cumplía cuarto años, el 11 de septiembre de 2001. Junto a mí en el que quizá fuera el último metro que iba de Clark Street, en Brooklyn, a Times Square había una mujer con lágrimas en los ojos. Pensaba que su hermano estaba en las torres.