Roger Cohen
Los países, al igual que las personas, pueden cambiar hasta cierto punto, pero no en sus características esenciales. Estados Unidos se define por el espacio y la esperanza. Es un país optimista de luchadores decididos que corrieron el riesgo de llegar a un nuevo país. Desconfían del Gobierno y tienden a la autonomía. Los europeos preguntan de dónde vienes. Los estadounidenses preguntan qué sabes hacer.
La Declaración de Independencia planteó una idea universal: que todos los seres humanos somos iguales, que se nos confieren ciertos derechos inalienables y que entre estos están “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Entonces, los estadounidenses adoptaron una idea, aunque a veces fallida en la práctica, cuando se convirtieron en un país. Su Gobierno, sin importar que otras cosas haga, existe para salvaguardar y fomentar esa idea, en Estados Unidos y más allá de sus fronteras.
El presidente Donald Trump, con el pretexto de hacer a Estados Unidos grandioso de nuevo, ha pisoteado la esencia de este país. Vive enojado, alejado de la felicidad, y aún más enojado por no saber cuál es el origen de su rabia. Tiene menos interés en la libertad que en el dinero de sus compinches autócratas. En cuanto a la vida, la considera un derecho selectivo, al cual tienen mayor acceso los hombres blancos y cristianos, y las mujeres, la gente de color y el resto de la humanidad van detrás de los despojos.
Los partidarios de una agenda de “conservadurismo nacional” celebraron una convención el mes pasado en Washington destinada a, como lo describió mi colega Jennifer Schuessler, “arrebatar una ideología coherente del caos del momento trumpista”.
Buena suerte con eso. Una figura destacada de la reunión fue Rich Lowry, editor de National Review. Su próximo libro se titula ‘The Case for Nationalism’ (La defensa del nacionalismo). No hay más que decir. El resultado de esa “defensa” está a la vista en los cementerios del Ejército de toda Europa.
El nacionalismo, autocompasivo y agresivo, busca cambiar el presente en nombre de un pasado ilusorio a fin de crear un futuro impreciso en todos los aspectos, excepto en su gloria. Trump es un nacionalista autoproclamado. Los cánticos de “¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos!” en sus mítines tienen una resonancia escalofriante.
Lowry sostiene que ”Estados Unidos no es una idea” y describirlo como tal es “un cliché desgastado”. Este argumento niega la esencia del país, una esencia palpable en todas las ceremonias de naturalización de la nación. Convertirse en estadounidense es un proceso que implica la internalización de la idea fundadora del país.
Lo más grave que ha hecho Trump es quitarle el significado a esta idea. Lo suyo ha sido un ataque a la honestidad, a la honradez, a la dignidad, a la tolerancia y a la civilidad. En esta lista de deseos del presidente, todos los derechos son enajenables. Él lidera un movimiento más que un país y utiliza el temor para movilizar a la gente. Cualquier candidato del Partido Demócrata que resulte victorioso en 2020 tiene que contrarrestar esa energía negativa con energía positiva que saque a los estadounidenses de las redes de Trump.
Cuando estuve pendiente de los debates entre los contendientes del Partido Demócrata a la presidencia, adopté un solo enfoque: ¿Quién puede derrotar a Trump? Al final, es lo único que importa, ya que otros cinco años y medio de esto arrastrarán a los estadounidenses a un precipicio de desintegración moral.
Desde luego que tiene importancia lo izquierdista o lo moderado que sea ese candidato, pero todo lo que me importa es si puede aportar la presión y la esperanza para intimidar y derrocar a Trump. Esa es la pelota en juego sobre la que deben estar puestas todas las miradas, sin fantasías acerca de qué tan mezquino y retorcido será Trump de aquí a noviembre de 2020.
No quisiera decirlo porque Joe Biden es un hombre bueno y honorable de gran valentía personal, pero no creo que tenga la energía, la agilidad mental ni la destreza necesarias. Tampoco creo que el país de luchadores decididos que describí con anterioridad esté listo para el “socialismo democrático” de Bernie Sanders. Algunas formas de socialismo funcionan en Europa, y esta palabra se malinterpreta mucho en Estados Unidos, pero el socialismo y la esencia estadounidense son incompatibles.
La orientación de la campaña de Elizabeth Warren hacia un cambio radical como “patriotismo económico” es una forma mucho más inteligente de proceder, y ha sido poderosa su defensa enérgica de las ideas para corregir las injusticias cada vez mayores en la vida de Estados Unidos. Sin embargo, no estoy convencido de que un número suficiente de estadounidenses estén listos para inclinarse tan a la izquierda como ella propone, o de que ella pase la prueba fundamental de comandante en jefe.
Para mí, Kamala Harris cumple los requisitos. La senadora de California es una obra en construcción; tiene un desempeño desigual en los debates y no ha terminado de definir sus políticas, en especial la de atención médica. Pero es firme, en términos generales de centro, tiene una gran historia como estadounidense, es entusiasta sobre temas relacionados con los inmigrantes, los afroamericanos y las mujeres, y ha demostrado que no teme correr riesgos. Posee la firmeza de una exfiscal y la capacidad de cercenar la bravuconería engreída de Trump.
El mes pasado, Harris dijo que Trump era un “depredador” y continuó diciendo: “Lo que debemos saber sobre los depredadores es que atacan a los vulnerables. Atacan a los que creen que no son fuertes. Lo más importante que hay que saber es que los depredadores son cobardes”.
Esas palabras fueron importantes. Estamos en el inicio, pero la mayor vulnerabilidad electoral de Trump está representada por las mujeres. Finalmente, han descubierto su misoginia, y saben precisamente a dónde conduce la testosterona del nacionalismo.