Empecemos por aclarar lo evidente. Sí, Donald Trump es un vil racista. Usa lenguaje deshumanizante de manera habitual para referirse a la gente que no es de piel blanca, incluidos miembros del Congreso. Y aunque algunos argumentan que es una estrategia cínica diseñada para que la base de Trump participe, es a lo sumo una estrategia que se basa en la intolerancia preexistente de Trump. Diría estas cosas de cualquier manera (y ya las decía mucho antes de que contendiera a la presidencia); su equipo solo está tratando de convertir limones de intolerancia en limonada política.
Sin embargo, lo que no he visto que se diga mucho es que el racismo de Trump se basa en una visión de Estados Unidos obsoleta desde hace décadas. En su mente, siempre es 1989. Y eso no es un accidente: la forma en que Estados Unidos cambió en las últimas tres décadas, tanto para bien como para mal, es tremendamente incompatible con el racismo al estilo de Trump.
¿Por qué 1989? Ese fue el año en el que exigió el restablecimiento de la pena de muerte en respuesta al caso de los “Cinco de Central Park”, adolescentes latinos y negros sentenciados por violar a una corredora blanca en Central Park. De hecho, eran inocentes; sus sentencias fueron anuladas en 2002. A pesar de ello, Trump se ha negado a disculparse o a admitir que estaba equivocado.
Su comportamiento entonces y después fue atroz, y no es excusa reconocer que en esa época Estados Unidos padecía una ola delictiva. No obstante, en efecto dicha ola se dio y era bastante común hablar del colapso social en las comunidades de los barrios desfavorecidos de las ciudades.
Sin embargo, Trump no parece estar consciente de que los tiempos han cambiado. Su visión de la “carnicería estadounidense” es la de una nación cuyo principal problema social es la violencia de los habitantes no blancos de los vecindarios pobres de los centros urbanos. Esa es una visión cómoda si eres un racista que considera que las personas de color son inferiores, pero es totalmente errónea como una imagen del Estados Unidos de hoy.
En primer lugar, los delitos violentos han caído de manera considerable desde principios de la década de los noventa, en especial en las grandes ciudades. Es verdad que la seguridad de nuestras ciudades no es perfecta, y algunas de ellas –como Baltimore— no han visto avances. No obstante, el estado social del Estados Unidos urbano es inmensamente mejor de lo que era.
Por otra parte, el estado social del Estados Unidos rural –el Estados Unidos rural y blanco– se está deteriorando. Al grado de que en realidad eso que llamamos la carnicería estadounidense —y, de hecho, estamos viendo un aumento en la mortalidad ajustada por la edad y un declive en la esperanza de vida— se concentra entre los blancos con poca educación, en especial en las áreas rurales, que están padeciendo el auge de las “muertes por desesperanza” a causa de los opioides, el suicidio y el alcohol, lo que ha elevado los índices de mortalidad de este segmento de la población por encima de los de los afroamericanos.
Además, los indicadores de colapso social, como el porcentaje de hombres en la máxima edad productiva que no están trabajando, también se han incrementado de forma repentina en las ciudades pequeñas y en las áreas rurales del “corazón oriental” de Estados Unidos, donde la mayoría de la población es blanca.
Lo que esto me dice es que los racistas, e incluso aquellos que afirmaban que había un problema específico con la cultura negra, estaban equivocados, y que el sociólogo William Julius Wilson tenía razón.
Cuando el colapso social parecía ser básicamente un problema de los barrios citadinos desfavorecidos de habitantes negros, era posible argumentar que las raíces del problema yacían en alguna disfunción cultural única, y varios comentaristas insinuaron —o en algunos casos dijeron abiertamente— que había algo en el hecho de no ser blanco que predisponía a la gente a tener un comportamiento antisocial.
Sin embargo, lo que Wilson argumentó fue que la disfunción social era un efecto, no una causa. Su trabajo, que culminó en el libro merecidamente aclamado “When Work Disappears”, afirmaba que la disminución de las oportunidades laborales para los trabajadores urbanos, en lugar de alguna disposición cultural o racial subyacente, explicaba el declive en el empleo en la edad más productiva, el declive de la familia tradicional y otras cuestiones más.
¿Cómo podemos poner a prueba la hipótesis de Wilson? Bueno, se podría acabar con las oportunidades laborales de varias personas blancas y ver si experimentan un declive en su propensión a trabajar y si dejan de formar familias estables, entre otras cosas. Con toda seguridad, eso es exactamente lo que ha ocurrido en partes de Estados Unidos que no están en áreas metropolitanas y que realmente se han estancado debido a la economía cambiante.
No estoy diciendo que haya algo malo o inferior en los habitantes de, por mencionar un ejemplo, el este de Kentucky (y ningún político estadounidense se atrevería a sugerir tal cosa). Por el contrario: lo que muestra el rostro cambiante de los problemas sociales de Estados Unidos es que toda la gente es en realidad igual, sin importar el color de su piel. Denle oportunidades razonables para superarse económica y personalmente, y florecerá; prívenla de esas oportunidades, y no lo logrará.
Esto nos lleva de nuevo a Trump y a su ataque al representante Elijah Cummings, a quien acusó de representar a un distrito que es un “desastre” donde “ningún ser humano querría vivir”. En realidad, una parte del distrito es bastante pudiente y bien educada y, en todo caso, Trump está degradando su puesto afirmando, en efecto, que algunos estadounidenses no merecen representación política.
No obstante, la verdadera ironía es que si preguntan qué distritos congresuales son verdaderos “desastres”, en el sentido de que sufren problemas sociales serios, muchos de ellos —tal vez la mayoría— apoyaron fuertemente a Trump en 2016. Y Trump, claro está, no está haciendo nada para ayudar a esos distritos. Todo lo puede ofrecerles es odio.