La declaración de Donald Trump de que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar” seguramente pasará a los libros de historia como una expresión clásica, pero no en el buen sentido. Más bien, estará junto a la predicción de Dick Cheney, en la víspera de la Guerra de Irak, de que, “de hecho, seremos bienvenidos como libertadores”. Es decir, se usará para ejemplificar la arrogancia y la ignorancia que tan a menudo motivan las decisiones importantes sobre políticas.
La realidad es que Trump no está ganando sus guerras comerciales. Es cierto, sus aranceles han dañado a China y a otras economías extranjeras, pero también han dañado a Estados Unidos. Los economistas del Banco de la Reserva Federal de Nueva York calculan que el hogar promedio acabará pagando más de mil dólares al año en precios más elevados.
Además, no hay ningún indicio de que los aranceles estén logrando la supuesta meta de Trump, que es presionar a los demás países para que hagan cambios significativos en sus políticas.
Después de todo, ¿qué es una guerra comercial? Ni los economistas ni los historiadores usan el término para situaciones en las cuales un país impone aranceles por motivos políticos nacionales, como Estados Unidos hizo de manera rutinaria hasta la década de 1930. No, solo es una “guerra comercial” si la meta de los aranceles es la coerción: imponer dolor a otros países para obligarlos a cambiar sus políticas a nuestro favor.
Y aunque el dolor es real, la coerción sencillamente no está funcionando.
Todos los aranceles que Trump impuso a Canadá y México en su intento por forzar la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TCLAN) condujeron a un nuevo acuerdo tan similar al anterior que se necesita una lupa para ver las diferencias (y esta nueva versión tal vez ni siquiera logre ser aprobada por el Congreso).
En la reciente cumbre del G20, Trump aceptó hacer una pausa en la guerra comercial con China y aplazar los nuevos aranceles a cambio, hasta donde sabemos, de un discurso conciliatorio vago.