Roger Cohen
Así que Vladimir Putin, el presidente ruso, le dijo a The Financial Times que “la idea liberal se ha vuelto obsoleta” y que “vivió más que su propósito”. Al presidente Donald Trump le parece gracioso. En Japón, en la reunión de la cumbre del G20, señala a Putin y meneando el dedo dice con una sonrisa: “No interfieras en la elección, presidente”. Una medida del declive estadounidense de las últimas tres décadas es que la declaración de Putin, aunque objetable, ya no sea absurda y que la frivolidad de Trump ya no nos sorprenda. Hace treinta años cayó el Muro de Berlín. Dos años después, la Unión Soviética desapareció. La idea liberal salió victoriosa y el poder estadounidense existía casi sin oposición en “el momento unipolar”.
Ese momento fue embriagador. El liberalismo dio por sentada la indivisibilidad de la libertad y la dignidad humana, así como la idea de que el Estado de derecho y la democracia ofrecían la mejor oportunidad para el progreso de la humanidad, la paz y la prosperidad. Su propagación parecía inevitable e irreversible. Estados Unidos era el espíritu rector.
El hecho de que la idea de Estados Unidos haya pasado de un estándar elevado a la indecencia consentidora de autócratas de Trump nos habla de una oportunidad estadounidense desperdiciada y una confianza estadounidense erosionada que Edward Gibbon habría calificado de “declive y caída”. A todos los candidatos demócratas debería preguntárseles qué planean hacer al respecto.
No puedo pensar en una mejor guía para la reflexión que el libro de William Burns “The Back Channel”, sus maravillosas memorias de una vida en la diplomacia. Burns, ex subsecretario de Estado y embajador de Moscú, fue, a decir de todos, uno de los funcionarios del Servicio Exterior más refinados de las últimas décadas, un hombre de juicio y clarividencia extraordinarios. Basta decir que, en el año de 1993, en una nota para el gobierno entrante de Clinton, escribió:
“Las sociedades democráticas que no logran producir los frutos de la reforma económica con rapidez, o que no logran dar cabida a las presiones de autoexpresión étnica, pueden caer en otros ‘ismos’, incluido el nacionalismo”.
Burns, ahora presidente del Fondo Carnegie para la Paz Internacional, atribuye la pérdida de la “posición inigualable de fuerza” de Estados Unidos, en parte, a las inevitables tendencias geopolíticas, entre las que se encuentra el ascenso de China e India en el “siglo del Pacífico”.
Sin embargo, dicha pérdida se agravó debido a lo que él llama “tropiezos severos”, que incluyeron la “inversión de la fuerza y la diplomacia” posterior al 11 de septiembre que derivó en un Estados Unidos desorientado que avanzó dando tumbos por el “camino hacia la guerra en Irak”, la cual “se caracterizó por su intensidad e indisciplina”.
En un debate sobre la legitimidad de declararle la guerra a Sadam Husein, Burns escucha al ex vicepresidente Dick Cheney decir: “La única legitimidad que realmente necesitamos viene en la retaguardia de un tanque M1A1”. Explica con claridad sus propias objeciones a la guerra —el “momento equivocado para cambiar nuestro enfoque de Afganistán”—, pero dice que no haber adoptado una “postura inflexible en contra de la guerra en general” es su “mayor arrepentimiento profesional”. En otro contexto, comparto ese arrepentimiento.
La triste marginación y devaluación de la diplomacia es un tema del libro. Para Burns, nos llevaron a que Trump “acabara con la diplomacia estadounidense”, lo que ha dejado “a nuestros amigos confundidos, a nuestros adversarios envalentonados y a los cimientos del sistema internacional que construimos y preservamos durante setenta años con una fragilidad alarmante”.
Escribe que el “desarme diplomático unilateral” en el gobierno de Trump es producto “en partes iguales del menosprecio ideológico y la incompetencia terca”. La visión de la diplomacia del presidente estadounidense es “narcisista, no institucional”, observa Burns, y está llena de “actitudes de exhibición de fuerza y afirmaciones carentes del respaldo de los hechos” que insultan a los aliados y satisfacen a los autócratas.
Recuerden, todo esto proviene de un hombre sumamente medido que dedicó su vida a la proposición de que la diplomacia se basa en que “no hay soluciones perfectas, sino resultados que cuestan mucho menos que la guerra y con los que todos quedan más beneficiados que con lo que podrían obtener mediante la confrontación”.
Entre algunas de esas soluciones imperfectas pero benéficas estuvo el acuerdo nuclear de Irán, en cuya negociación Burns fue un elemento clave y al que Trump llamó “el peor tratado que haya habido” antes de retirarse de él. Esto, escribe Burns, “fue exactamente el tipo de apuesta arriesgada, arrogante y poco meditada que hizo pedazos nuestra influencia antes, y que podría fácilmente destrozarla de nuevo”.
Burns observa: “Sin embargo, abandonar acuerdos imperfectos rara vez es mejor que pulir sus imperfecciones a lo largo del tiempo”. En especial cuando ese “abandono” lleva a Estados Unidos al borde de una guerra innecesaria.
Para Burns, la erosión del poder y la influencia estadounidenses es muy anterior a Trump. Lamenta la pérdida de la extraordinaria cohesión estadounidense que, al final de la Guerra Fría, aseguró el lugar de una Alemania unida en la OTAN. Hace notar el error de no percibir con la anticipación suficiente cómo la “humillación y el orgullo herido” de Rusia impulsarían, con Putin, un resurgimiento ruso.
Sugiere que la expansión de la OTAN fue “prematura en el mejor de los casos e innecesariamente provocadora en el peor”. Esta es una opinión debatible desde mi punto de vista dada la necesidad de asegurar y estabilizar la liberación de más de cien millones de personas subyugadas por mucho tiempo en Europa Central y los países bálticos.
Piensa que el presidente Barack Obama cometió un error al no mantenerse firme respecto a la advertencia contra el uso de armas químicas por parte del régimen sirio. El gobierno de Obama se “distrajo” y, Burns observa, “eso dejaría una marca permanente”. Putin se apresuró a aprovechar ese vacío.
Ahora el presidente ruso afirma que el liberalismo es obsoleto. Se equivoca. Es más necesario que nunca, aun cuando Trump se burle de él. Sin embargo, lo que Burns llama “un Departamento de Estado en el que los funcionarios son apaleados para intimidarlos, en el que se autocensuran o en el que sencillamente se les ignora” no puede hacer nada por reforzar la capacidad de Estados Unidos de promover la democracia liberal.