Nicholas Kristof
Mi hija y yo estábamos jugando con un balón de fútbol americano mientras hablábamos de varios argumentos sobre la libertad de expresión, el abuso sexual, la intolerancia de los jóvenes y la insensibilidad de los padres.
Estábamos hablando de Ronald Sullivan, profesor de Derecho de Harvard. Lo habían expulsado de su empleo secundario como director de la Casa Winthrop de la Universidad de Harvard después de que ayudó a proporcionarle a Harvey Weinstein, acusado de abuso sexual, la representación legal a la que tienen derecho todos los imputados.
Yo, como ‘baby boomer’ progresista, considero que se trató de una violación de valores liberales ganados a duras penas, un ejemplo problemático de una monocultura universitaria que alimenta la intolerancia liberal.
Desde luego, ningún profesor debe ser penalizado por aceptar a un cliente poco popular.
Mi hija piensa que, claro, el decano de una casa universitaria no debe defender a un supuesto violador célebre. Según ella, cualquier profesor tiene derecho de representar a cualquier criminal, pero no mientras tiene bajo su cuidado a estudiantes de licenciatura: ¿cómo puede el líder de una casa universitaria apoyar a los estudiantes traumatizados por el abuso sexual si también está defendiendo a alguien acusado de violación?
Nuestro enfrentamiento futbolístico refleja una brecha generacional más amplia en Estados Unidos. Los progresistas de mi época a menudo veneran este dicho mal atribuido a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Para los jóvenes progresistas, la prioridad es oponerse a la misoginia, la islamofobia, la intolerancia y el racismo percibidos.
El ascenso del presidente Donald Trump ha amplificado este enfrentamiento generacional y planteado la pregunta fundamental de cómo vivir los valores liberales en una época antiliberal.
Es un equilibrio difícil que requiere humildad intelectual. No se lo digan a mi hija, pero tiene un buen argumento: el bienestar de las víctimas de abuso sexual evidentemente es un valor que debemos adoptar, aunque lo contrastemos con el derecho de un profesor de Derecho a aceptar a un cliente aborrecido.
Sin embargo, aunque admiro el activismo de los campus universitarios por su compromiso con la justicia social, también me preocupa que a veces esté permeado por una intolerancia quisquillosa, con la que se aceptan todos los tipos de diversidad excepto una: la ideológica. Demasiado a menudo, los liberales aceptamos a personas que no lucen como nosotros, siempre y cuando piensen como nosotros.
Como alguna vez me lo dijo George Yancey, un hombre evangélico de raza negra y profesor de Sociología: “Fuera de la academia enfrenté más problemas por ser negro. Pero dentro de la academia enfrenté más problemas por ser cristiano, y no fueron los mismos problemas para nada”.
Para los que creemos que el liberalismo debe darle forma a la inclusión y la tolerancia, incluso en épocas intolerantes, incluso respecto de los excluyentes y los intolerantes, fue decepcionante que la Universidad de Cambridge rescindiera este año la beca de Jordan Peterson, el autor canadiense, éxito en ventas, que dice que no usará los pronombres que prefieren las personas. Lo que deben hacer es debatir con él —así se gana una polémica— en vez de tratar de acallarlo.
Los liberales a veces berrean cuando este diario invita a un columnista conservador o publica un artículo de opinión drásticamente conservador. Los progresistas deberíamos tener la curiosidad intelectual de lidiar con opiniones desagradables.
Esta columna consternará a muchos de mis lectores habituales, y reconozco que para mí es fácil decir todo esto porque soy un hombre blanco y heterosexual. Sin embargo, el camino hacia el progreso comienza ganando el debate público; si queremos ganar una polémica, debemos permitir que haya un debate.
Me temo que Trump les ha facilitado a los activistas liberales satanizar a los conservadores y los evangélicos. La gente es complicada en todos los extremos del espectro, y estereotipar a los conservadores o los evangélicos es igual de malo que hacer lo mismo con alguien según su raza, su estatus migratorio o su género.
En su mejor postura, los activistas de los campus universitarios son la conciencia del país. Pero a veces su pasión se vuelve ciega, sobre todo en un núcleo liberal.
Eso fue lo que pasó en Oberlin College, desde hace mucho un centro de activismo, donde los estudiantes alguna vez se manifestaron en el comedor argumentando que estaban cometiendo una apropiación cultural al ofrecer sushi mediocre. Ahora Oberlin es noticia de nuevo a causa de la manera en que se ha desenvuelto un episodio que comenzó un día después de que Trump resultó electo.
Un estudiante negro robó vino de una panadería llamada Gibson’s Bakery, y un tendero blanco corrió tras él y trató de retenerlo. El informe de la policía muestra que, cuando llegaron los policías, el tendero estaba en el suelo mientras varios estudiantes lo golpeaban y lo pateaban.
Viendo el incidente a través de la óptica de la opresión racial, los estudiantes denunciaron a la tienda Gibson’s y distribuyeron volantes en los que afirmaban que se trataba de un establecimiento RACISTA. Un decano de la universidad asistió a una manifestación, y la universidad respondió al fervor estudiantil suspendiendo sus compras a la panadería.
Entiendo que la militancia surja de la frustración profunda respecto de la inequidad. Pero resulta que la narrativa aquí no era la opresión, sino simplemente un robo. El estudiante que robó el vino se declaró culpable y reconoció que no se trataba de un asunto de caracterización racial.
Este mes, Gibson’s ganó 44 millones de dólares en daños reales y punitivos por parte de Oberlin, algo que al parecer refleja la exasperación que la universidad provocó en el jurado por haber permitido una turba estudiantil.
En una época en la que hay tanta injusticia social a nuestro alrededor —escuelas de tercera, encarcelación masiva, inmigrantes deshumanizados— es extraño ver que los estudiantes enfurezcan porque se sirve sushi en una cafetería o que defiendan a un ladrón. Se trata de un liberalismo irreflexivo que resulta contraproducente y daña a su propia causa.
Como liberal, casi siempre escribo sobre puntos ciegos conservadores. Sin embargo, en la izquierda y en la derecha podemos enfrascarnos tanto en nuestras narrativas que perdemos perspectiva; nadie tiene el monopolio de la verdad. Si Trump convierte a los progresistas en agentes intolerantes de incivilidad, entonces hemos perdido nuestra alma.
Conforme nos dirigimos a las elecciones con consecuencias monumentales, la polarización aumentará y el temor mutuo estará en ascenso. El desafío será defender nuestros valores… sin traicionarlos.