Ser francófilo es una sentencia de vida. No es exactamente una medalla de honor ni tampoco una carga, sino un don ligeramente ilícito de placeres siempre renovados.
Cómo me encanta el realismo francés, esa manera de encogerse de hombros y esa interjección “Bof” que dice que esto también pasará, el Hombre Naranja en la Casa Blanca se irá. La coraza de los franceses no solo los protege de los males del corazón.
París ha sido importante para mí. Ahí fue donde alcancé la mayoría de edad, escapando de las garras húmedas de Oxford para dar clases en un liceo al lado de la prisión en el suburbio sureño de Fresnes (ah… ese olorcillo a ajo, sauvignon blanc y Gitanes en el Métro, las primeras horas de la mañana). Ahí es donde me volví periodista hace 42 años. Donde otro idioma me liberó para reinventarme y descubrir que, a pesar de las apariencias, era un extranjero. Ahí comencé a ver que la escritura no era una elección, sino una necesidad.
Ahí fue donde viví y amé y deambulé y tuve a dos de mis cuatro hijos. Ahí fue a donde regresé luego de cubrir la Guerra de Bosnia —la de los 100.000 muertos y los 2,2 millones de desplazados— y entendí la abdicación moral del observador y el imperativo moral del compromiso y la decencia, esa palabra tan querida para Camus. Ahí es donde sentí que se forjó el lazo de sangre entre Francia y Estados Unidos y donde entendí la vigilancia necesaria para salvaguardar a las instituciones que transformaron y protegieron a esta Europa: la OTAN y la Unión Europea. Ahí, luché contra la historia y la memoria y entendí, incluso antes de los Balcanes, lo distintas que son y lo vulnerable que es la civilización que París encarna.
El estilo, como observó Flaubert, es “la descarga de una herida más profunda”. La idea que separa a la civilización del barbarismo es que nadie está por encima de la ley. No por nada el presidente estadounidense toma protesta ante la Constitución, no ante el pueblo (Das Volk), que puede convertirse en una turba.
La ola derechista se alza firme. Pero 2019 también es el año en el que la elección del Parlamento Europeo dejó de ser una atracción secundaria. Muchos europeos, me parece, han despertado a la necesidad de conservar el gran milagro de la segunda mitad del siglo XX: esa aspiración de los que se cubrieron de sangre, ese bastión del derecho, la Unión Europea.
Durante mucho tiempo, a lo largo de mi vida, vi diseminarse a la libertad y la democracia. La caída del Muro de Berlín y la destrucción de las guerras de Yugoslavia fueron promotoras del cambio. Cimentaron, a mi parecer, el vínculo entre Estados Unidos y la libertad; entre Estados Unidos y la paz. Estados Unidos era la única nación que podía convertirme en un infiltrado de la noche a la mañana. Es por eso que Nueva York es mi hogar.
Viví suficiente del siglo estadounidense para sentirlo en mis huesos. No obstante, esa película ya terminó. La historia no es un argumento que nos lleva a una conclusión lógica, como tampoco la naturaleza humana es una cuestión de blanco y negro. La historia es cambio constante y nuestras naturalezas se conflictuaron. Los fantasmas del nacionalismo y la xenofobia han despertado. Es hora de recordar que la cruzada por las ciudades homogéneas llevó al siglo XX a sus horrores más innombrables.
Lo inimaginable puede ocurrir. En abril, las llamas devoraron Notre Dame. La democracia es frágil, como ese capitel que se desplomó. A los judíos de Alemania se les ha hecho la advertencia de no usar kipás en público, para lo cual, la respuesta de todos los miembros del gobierno alemán debería ser ponerse una.
El presidente Donald Trump nos llama a un abismo de los que están llenos de odio. El arco de su mente se dobla hacia la injusticia. Desearía no tener que decir esto. Soy un estadounidense naturalizado con una creencia desproporcionada en la capacidad de mi país para hacer el bien, la imperfecta beneficencia del poder estadounidense.
Sin embargo, hoy, el patriotismo exige la defensa de la Constitución, el Estado de derecho, la verdad, la libertad, los derechos humanos y el planeta mismo contra los estragos derivados de la Casa Blanca de Trump. Todos los días, la noción de Estados Unidos es mancillada. Todos los días, la distinción entre la verdad y la falsedad se debilita. Oigo hablar de periodismo basado en los hechos. ¡Qué tautología tan ridícula!
Pensar en 2020 me hace sentir inquieto. Los estadounidenses son gente decente. Trump autorizó la separación forzada de miles de niños de sus padres. Partiendo de ahí, el resultado de la elección presidencial debería ser una conclusión anticipada.
No obstante, la vieja política ha muerto. El mundo posterior a 1945 ya no existe. El mundo de después de la Guerra Fría se acabó. Donald Trump es el exponente más terrible de esta era sin nombre. El que está en funciones siempre tiene una ventaja. Con una economía fuerte, la ventaja se duplica.
La Pax Americana tuvo una buena racha. Se estaba erosionando antes de Trump; él le dio el tiro de gracia. En esta transición intranquila, París me tranquiliza. Es un repositorio de nuestras fantasías, un reducto de esperanza, una fuente de valentía.
Hoy se necesita valentía. Es un momento en el que hay que luchar sin vacilar por la noción de París contra el ascenso de la intolerancia nacionalista.
De joven en París, me aprendí de memoria el poema de Guillaume Apollinaire: “Le Pont Mirabeau”. Me recuerdo de pie en el puente murmurando un verso específico — “Comme la vie est lente, et comme l’Espérance est violente”— “Como la vida lenta, y como la esperanza violenta”.
Algunas cosas suenan mejor en francés.