Algunas veces es muy importante escribir una columna sobre algo que uno está muy seguro de que no va a suceder. En este caso, ese algo es la guerra con Irán, que claramente Donald Trump no quiere y que por lo tanto probablemente evitará. Sin embargo, dado que la política exterior actual del presidente está haciendo que la guerra sea más probable, todavía vale la pena decir claramente que sería una terrible idea que Estados Unidos entrara en un conflicto armado serio con la República Islámica de Irán.
En el pasado he argumentado que la política exterior de Trump tiene cierta coherencia, incluso si solo es una síntesis accidental de los impulsos en pugna de una Casa Blanca caótica. Según dicha síntesis, los presidentes estadounidenses recientes fueron demasiado optimistas en cuanto a la transformación democrática al albergar de manera ingenua esperanzas utópicas sobre el mundo islámico y haber dado cabida con ingenuidad y servilismo el ascenso de China. Así que lo que se necesita es más bien un atrincheramiento más generalizado en el Medio Oriente, el abandono de las ocupaciones y los esfuerzos para construir naciones y el retorno a la política de la realidad, o realpolitik, en la que se mata a los enemigos y se respalda a los amigos, lo cual, a su vez, le facilitaría a Estados Unidos adoptar una estrategia de mayor confrontación con Pekín.
En la práctica, este atrincheramiento ha incluido desvincularse (o tratar de hacerlo) del compromiso militar con Afganistán de la era de Bush y echar por tierra el esfuerzo de la era de Obama para buscar una tregua con Irán. La mano dura de la Casa Blanca de Trump con Teherán, sesgada en términos de la política de la realidad, refleja la creencia de que la enemistad de los mulás es un hecho imposible de erradicar, de que los acuerdos con ellos en un área solo permitirán de manera inevitable la agresión en otra y que es mejor limitarnos a respaldar a nuestros aliados suníes e israelíes en lugar de tratar de lograr una realineación improbable y cosechar más males en consecuencia.
No obstante, la (cuestionable) coherencia de esta estrategia se ha venido abajo poco a poco a medida que el gobierno de Trump ha entrado a la fase de imponer sanciones de “máxima presión” a Teherán. Porque si se ejerce máxima presión sobre un poder regional, por definición, ya no se está tratando de mantener un statu quo en el Medio Oriente mientras se dirige la mirada hacia Asia.