Hace años, cuando la candidatura presidencial de Donald Trump estaba arrancando, le pregunté si pensaba que sus actitudes sobre el libre comercio y la seguridad fronteriza podrían empeorar las cosas para México y, por ende, también para nosotros en Estados Unidos.
“Honestamente, no me importa México”, respondió. “En verdad no me importa México”.
Lo que estamos viendo ahora son las consecuencias de la misma indiferencia miserable aplicada a puntos más al sur.
El trabajo de periodismo más extraordinario —y extraordinariamente valiente—que he leído en las semanas recientes es el relato de Azam Ahmed publicado el 4 de mayo en The Times acerca de las semanas que él y el fotógrafo Tyler Hicks pasaron en un barrio asolado por pandillas en San Pedro Sula, una ciudad en Honduras donde el índice de homicidios es aproximadamente trece veces mayor al del promedio mundial.
Es una historia sobre el miedo.
El miedo a los miembros de la MS-13 que silban al caer la noche, un recordatorio burlón de que están al acecho, observando y esperando, armados y sin compasión. El miedo a la pandilla rival de la Calle 18, que buscan usar jóvenes como un ejemplo brutal de lo que sucede cuando alguien se sale de sus filas. El miedo de ser secuestrado en la calle para ser torturado, violado y asesinado, a plena vista de los vecinos que tienen demasiado miedo de morir como para manifestarse.
Leer la historia de Ahmed es entender la crisis en la frontera. ¿Esas caravanas de América Central, sobre las que Trump intenta inspirar tanto pánico e intolerancia? Son las caravanas de los aterrorizados y los desesperados. ¿Los asesinos de la MS-13 que supuestamente vienen marchando hacia nuestras calles como una especie de horda barbárica? Estamos haciendo más para dañar a sus víctimas inocentes de lo que estamos haciendo para derrotar a sus victimarios.
Cómo ayuda Trump a la MS-13En general, mucha gente tiene un conocimiento general sobre la ola de delincuencia que asedia por igual a América Latina y el Caribe. Pocos han estimado con precisión la escala: más de 2,5 millones de personas asesinadas este siglo: “más gente”, escribe Ahmed, “que en las guerras de Afganistán, Irak, Siria y Yemen combinadas”.
Otro hecho sorprendente: Estados Unidos no ha tenido un embajador en Honduras desde hace casi dos años.
En este caso, la culpa no recae estrictamente en el gobierno de Trump, que había nombrado al diplomático de carrera Francisco Palmieri para ese trabajo, sino en el senador Marco Rubio, quien bloqueó el nombramiento de Palmieri porque quiere que ese sea un cargo político. Sin embargo, la ausencia de un embajador refleja el fracaso mayor del gobierno en tener algo que se asemeje a una política exterior en cualquier parte de América Latina, a excepción de Venezuela.
Si acaso, tenemos una antipolítica. A partir de marzo, el Departamento de Estado ha venido ejecutando las instrucciones de Trump para que se deje de ayudar a El Salvador, Guatemala y Honduras, el triángulo norte donde vemos los peores índices de violencia y la migración más elevada.
El razonamiento de Trump parece ser que los tres países no han hecho lo suficiente para frenar el éxodo. Es probable. Lo que el presidente no ha explicado es cómo privar de asistencia a estos Estados casi fallidos los ayudará a hacer mejor las cosas.
Así que, la estrategia de Trump para América Central es un ejemplo excelente de las formas en las que el “Estados Unidos primero” le falla al continente americano.
Si el gobierno no va a tener una estrategia realista para derrotar a las pandillas del triángulo norte —ya sea por aversión ideológica a la construcción de naciones, mezquindad con la ayuda extranjera o solo por indiferencia— necesitará una estrategia realista para lidiar con las consecuencias inevitables. Si no tiene eso, como todavía no lo tenemos, tendremos exactamente el tipo de crisis en la frontera que Trump lamenta incansablemente y que ahora está haciendo tanto por empeorar.
En otras palabras, si no vamos a resolver o al menos tratar de mitigar los problemas allá, tendremos que enfrentarlos aquí. Los presidentes anteriores cometieron errores similares: la salida militar de Irak en 2011, un error de juicio de Barack Obama, creó las condiciones para que el Estado Islámico se propagara tres años después (forzando nuestro regreso). Sin embargo, es difícil pensar en otro presidente tan dispuesto como Trump a tirar piedras contra su propio tejado, tampoco es que esté en muy buenas condiciones a estas alturas.
Hay mejores opciones. Bill Clinton y luego George W. Bush invirtieron unos 10.000 millones de dólares en esfuerzos de contrainsurgencia y contranarcóticos para rescatar a Colombia del control de los guerrilleros de la selva y los capos de las drogas. El plan fue caro, tomó una década, requirió el envío limitado de tropas estadounidenses y fue tremendamente criticado.
Sin embargo, funcionó. Colombia es una gran historia de cambio de América del Sur. Hoy nadie se preocupa por una crisis migratoria colombiana.
Es posible que Trump sepa todo esto, y lo rechace precisamente porque representa una posibilidad razonable de, a la larga, arreglar el problema mismo que fue clave para su elección y con base en el cual pretende hacer campaña durante los próximos dieciocho meses. Los demagogos necesitan espantajos, y la MS-13 y otros pandilleros variados de América Latina son perfectos para él.
Sin embargo, ya sea que él lo entienda o no, les toca a los estadounidenses saber que la crisis en nuestra frontera tiene un origen, y que Trump continúa agravándolo. La respuesta no es un hermoso y bello muro. Es una política exterior auténtica. Solíamos saber cómo hacer una.
The New York Times