La vida de muchas de las personas que admiro tiene una trayectoria parecida a la silueta de dos montañas. Se graduaron de la escuela, comenzaron su carrera, formaron una familia e identificaron la montaña que creyeron que debían escalar: seré emprendedor, médico o policía. Hicieron lo que nos anima a llevar a cabo la sociedad, cosas como dejar una huella, volvernos exitosos, comprar una casa, tener una familia, ir tras la felicidad.
La gente que sube la primera montaña pasa mucho tiempo preocupándose por su reputación. Se preguntan: ¿Qué piensa la gente de mí? ¿En qué nivel estoy? Intentan ganar las victorias que el ego disfruta.
Esos años de esfuerzo también quedan moldeados de manera poderosa por nuestra cultura individualista y meritocrática. La gente opera bajo esta suposición: puedo hacerme feliz. Si logro la excelencia, pierdo más peso o sigo esta técnica de superación personal, me sentiré realizado.
Sin embargo, en la vida de las personas a las que me refiero —las que de verdad admiro— algún suceso interrumpió la existencia lineal que habían imaginado para sí mismos. Algún incidente expuso el problema de vivir de acuerdo con valores individualistas y meritocráticos.
Algunos de ellos lograron el éxito, y este les pareció insatisfactorio. Supusieron que debe haber algo más en la vida, algún propósito superior. Otros fracasaron. Perdieron su trabajo o se enfrentaron al escándalo. De pronto comenzaron a caer, dejaron de ascender y toda su identidad quedó en peligro. En el caso de otras personas, algo que no era parte del plan original les llegó de golpe y por sorpresa. Se enfrentaron a un aterrador episodio de cáncer o sufrieron la pérdida de un hijo. Esas tragedias hicieron que las victorias de la primera montaña no parecieran tan importantes.
La vida los había arrojado a un valle, como nos pasa a todos en determinado momento. Estaban sufriendo, a la deriva.
Algunas personas quedan quebrantadas por este tipo de dolor y pena. Parecen hacerse más pequeñas y más temerosas, y jamás se recuperan. Se enojan, se resienten y se aíslan.
Sin embargo, otras personas se abren. El teólogo Paul Tillich escribió que el sufrimiento altera los patrones normales de la vida y te recuerda que no eres quien pensabas. El sótano de tu alma es mucho más profundo de lo que creías. Algunas personas analizan las profundidades ocultas de sí mismas y se dan cuenta de que el éxito no llenará esos espacios. Solo una vida espiritual y el amor incondicional de la familia y los amigos lo hará. Se dan cuenta de lo afortunados que son.