Su nombre es Isadore Greenbaum. Es judío, vive en Brooklyn y trabaja como asistente de un plomero. Sale de prisa al estrado, bajo un retrato de George Washington enmarcado con esvásticas. Intenta encarar al nazi que está denunciando a la “prensa controlada por los judíos” y haciendo un llamado para formar un Estados Unidos “bajo un régimen gentil blanco”. Soldados de asalto uniformados lo golpean. Oficiales de la policía lo bajan a rastras del estrado, con los pantalones rasgados, levanta los brazos en una súplica desesperada. La muchedumbre aúlla en regocijo.
Es el 20 de febrero de 1939. Más de 20.000 simpatizantes nazis están abarrotados en Madison Square Garden mientras Greenbaum intenta silenciar a Fritz Kuhn, el Bundesführer (el llamado líder federal) de la German American Bund. Greenbaum está furioso ante la exigencia de Kuhn de liberar al país de las garras de los judíos y “regresarlo al pueblo estadounidense que lo fundó”.
El judío de 26 años comparece ante un magistrado quien, de acuerdo con un recuento de The New York Times, le dice que “quizá se haya asesinado a gente inocente”. A lo que Greenbaum contesta: “¿Se da cuenta de que muchos judíos podrían ser asesinados con la persecución que están llevando a cabo allá?”.
“Muchos” es una palabra inadecuada para seis millones, pero era 1939 y los seres humanos no suelen imaginar lo inimaginable. El rostro pálido y consternado del joven judío, con los brazos levantados, acorralado en el gueto de Varsovia en 1943 es bien conocido. La expresión de angustia aterrada que se ve en el rostro de Greenbaum en la ciudad de Nueva York lo presagia.
Todo esto se encuentra capturado en el extraordinario cortometraje documental nominado al Oscar de Marshall Curry, “A Night at the Garden”, compuesto de material de archivo de esa época. Los ataques a la prensa: el clamor respecto de recuperar al país; los himnos al verdadero estadounidense (o alemán): no hay nada nuevo acerca del fascismo, como bien destaca Curry.
La película evoca una frase de Hannah Arendt que se me ha quedado grabada acerca de cómo la mayoría de las personas ceden ante condiciones aterradoras, pero otras no: “No se requiere nada más”, escribió, “y no se puede pedir nada más de manera razonable, para que este planeta siga siendo apto para la presencia humana”.
Piensen en “el hombre del tanque” de la Plaza de Tiananmén. Piensen en Anton Schmid, el sargento del ejército de Hitler que ayudó a los judíos en el gueto de Vilna y fue ejecutado en 1942. Piensen en Ron Ridenhour, el tirador desde helicóptero en Vietnam que, impulsado por su consciencia, recabó la información que condujo a la investigación oficial de la Matanza de My Lai. Piensen en Isadore Greenbaum. La esencia de estos gestos es que parecen haber sido en vano, pero tienen el poder de redimir a la humanidad.
Nuestra época también es de demagogos. ¿Qué se supone que hagamos con nuestro “coloso de oro y marfil”, la frase de James Lasdun en su brillante nueva novela de la era del #MeToo, “Afternoon of a Faun”? Este coloso, “amenazador y cósmicamente agraviado a la vez”, quien pasa dos horas soltando peroratas ante la Conferencia de Acción Política Conservadora, o CPAC por su sigla en inglés, (solo los dictadores reales o potenciales que padecen trastornos narcisistas pasan tanto tiempo hablando) y declara: “Estoy enamorado, y ustedes están enamorados. Todos estamos enamorados juntos”.
¿Quiénes, según el presidente Donald Trump, son estas personas enamoradas? Son “nuestro pueblo”. Ahora, “nuestro pueblo” no equivale al pueblo estadounidense. Este presidente, a diferencia de sus predecesores, nunca se ha visto como el presidente de todos los estadounidenses.
No, son los partidarios de la CPAC, sus admiradores. Son la “gente ruda”, la gente que podría hacer que las cosas se pongan “muy mal” de ser necesario: miembros de la policía, militares y motociclistas que lo apoyan, según afirmó el presidente en una entrevista con Breitbart News este mes. Necesita gente a su servicio, como la multitud en Madison Square Garden. Como escribió Lasdun: “Solamente el dominio sobre el universo entero podría compensar todos los males cometidos contra él”.
Los males, es decir, los cometidos por periodistas, jueces y directores hollywoodenses o cualquiera que piense que el presidente podría ser solo un charlatán nacionalista peligroso y blanco. ¿Por qué pensarían eso? Porque Trump, desde el primer día, ha difamado a las personas de color y a los musulmanes; además, como presidente, vio a “muy buenas personas en ambos lados” en el mitin de Charlottesville en 2017 donde nacionalistas blancos coreaban “los judíos no nos remplazarán” y una mujer que protestó, Heather Heyer, fue asesinada.
No estoy sugiriendo que Trump es parecido a Hitler. Eso debería ser evidente, pero no tanto como para abstenerme de escribir esta columna. El nacionalista blanco que asesinó a musulmanes en masa en Nueva Zelanda no estaba diciendo disparates cuando señaló a Trump como un símbolo de “la identidad blanca renovada y el propósito común”. El romance de Trump es con los revanchistas blancos a quienes no les gusta el aspecto demográfico del siglo XXI.
Actualmente en todo el mundo, desde Arabia Saudita hasta Filipinas, desde Guatemala hasta Corea del Norte, suceden cosas malas porque el gobierno de Trump mira para otro lado. La imagen de Estados Unidos como guardián moral, por imperfecta que fuera, se ha desvanecido.
No es que Trump pueda ser peligroso. Es peligroso. Mueren personas porque los peores líderes saben que cuentan con la complicidad del presidente estadounidense. El debate sobre si Trump es inofensivo, sobre si debemos reírnos y olvidarnos de su conducta grotesca, está equivocado. No me cabe duda de que lo peor está por venir. En su mente, sin importar lo que contenga el informe de Mueller, Trump no puede perder.
Greenbaum y su esposa se mudaron al sur de California. Luego de dedicarse a la pesca en el muelle de Newport, Greenbaum falleció en 1997. Como lo mencionó Philip Bump en The Washington Post, hubo “una mención breve sobre su fallecimiento en las noticias locales”.
The New York Times