En las fotografías, Jess Enríquez Taylor usa maquillaje vistoso y su cabello está cuidadosamente peinado. Sin embargo, su rostro estaba limpio cuando subió al autobús con destino a la frontera internacional una tarde reciente, y su larga cabellera negra estaba guardada bajo un sombrero.
Ina de sus manos tenía barniz brillante en las uñas, pero mantuvo los dedos doblados para que no se viera. Usó la mano que no tenía barniz para señalar las imágenes de su celular.
“Esta soy yo. Esta es quien soy en verdad. Cuando salgo de aquí, me transformo”, dijo acerca de las fotografías, tomadas del otro lado de la frontera, en Estados Unidos.
Cruzar de México a Estados Unidos es una práctica cotidiana para las personas que viven en ciudades fronterizas del suroeste. Pero para las mujeres transgénero como Taylor, una mexicana que creció en Estados Unidos, cruzar estos países también requiere un cruce incómodo entre géneros.
A Taylor, de 39 años, no le alcanza para un apartamento en California, pero su familia y sus vecinos en Mexicali le exigen que viva básicamente como un hombre. No le ha dicho a su familia que se está preparando para someterse a una terapia de reemplazo hormonal, y regresar a casa de su hermano implica quitarse el maquillaje del rostro, cambiar su cabello y, cuando hay visitas, evitar los adjetivos femeninos que las mujeres usan en español. Su familia en México la obliga a usar platos aparte por temor a que sea portadora de enfermedades de transmisión sexual, una idea errónea común e intolerante acerca de las personas homosexuales, bisexuales y transgénero.
En vez de regresar a México de manera constante, elige estar sin techo en Estados Unidos; duerme en los sillones de sus amigos o a veces en la cochera de alguien.
“Es más fácil no saber dónde voy a terminar que regresar a Mexicali. No puedo ser yo misma aquí”, dijo mientras el autobús llegaba al cruce fronterizo internacional de Caléxico, California. Si quiere estar segura en México, dijo, “así debo ser”.
La intolerancia respecto de la homosexualidad y las identidades de género no tradicionales se mezclan con la cultura en algunas partes de México, donde la Iglesia católica, una fuerza poderosa, describe ese tipo de orientaciones como pecaminosas.
Mexicali, una ciudad grande con un millón de habitantes, no es ultraconservadora: la ciudad tiene varios clubes nocturnos gay y lésbicos, por ejemplo. Sin embargo, incluso mientras ciudades en todo México se vuelven más tolerantes —con grandes comunidades homosexuales que surgen en Ciudad de México y Oaxaca— aún tratan a las mujeres transgénero con escarnio. Los ataques físicos no son poco comunes, y a menudo no hay castigo para los responsables.
En la zona agraria de Imperial Valley de California, las mujeres transgénero, muchas de cuyas familias extendidas están al otro lado de la frontera en Mexicali, dicen que sienten mayor seguridad en cuanto a la violencia física y el acoso gracias a las leyes y las normas culturales estadounidenses. Sin embargo, la cuestión de simplemente mudarse a Estados Unidos no es sencilla, ni siquiera para aquellas, como Taylor, que tienen permisos de trabajo. La vida puede ser exorbitantemente más costosa en comparación con el costo de vivir en México. Además, Imperial Valley, una de las zonas agrícolas más fértiles de Estados Unidos, puede ser bastante tranquilo porque es muy rural.
“Es un arma de dos filos”, dijo Taylor. “México es muy tradicional y hay mucho machismo. En Mexicali, te discriminan, pero puedes ir de fiesta. En Imperial Valley no te discriminan, pero tienes pocos lugares adonde ir”.
Así que recorren ambos mundos.
Actualmente en el valle hay una red creciente de servicios para las personas homosexuales y transgénero que atraen a mexicanos y estadounidenses por igual.
Rosa Diaz, de 58 años, encontró el Imperial Valley LGBT Resource Center hace cuatro años, poco después de que salió del clóset como lesbiana y su comunidad eclesiástica la rechazó. El centro, el primero y único de su tipo en la región, se ha convertido en un sitio de reunión para los miembros de la comunidad LGBT en ambos lados de la frontera. Es un lugar que ofrece apoyo y comunidad, así como ayuda práctica con servicios como terapia, asesoría legal, asesoría en materia de VIH y consultas con endocrinólogos, que administran terapia hormonal a las personas que están cambiando de género. También hay un grupo de apoyo en español.
Díaz recuerda a una mujer transgénero proveniente de México que trajo a su madre para que Diaz pudiera explicarle qué significaba ser “transgénero”.
El centro ha sido un salvavidas para personas como Sonia Coronado, de 65 años, que durante años llevó una vida en su mayor parte tradicional en ambos lados de la frontera antes de unirse a la pequeña comunidad transgénero.
Nacida y criada en México, Coronado fue a trabajar a un matadero en 1972 en la ciudad californiana de Brawley mientras seguía viviendo en Mexicali. Después de más de una década, ella y su esposa se mudaron a una pequeña comunidad agrícola en Estados Unidos. Criaron a seis niños juntas.
“Intenté vivir como hombre”, dijo. “Vivía con las responsabilidades de un hombre, trabajaba y mantenía a mi familia. Hice lo mejor que pude. Sentía mucha confusión”.
Coronado salió del clóset como mujer transgénero ante sus hijos y hermanos hace tres años, después de la muerte de su esposa después de 40 años de matrimonio. La única persona que sabía sobre su identidad de género había sido su esposa, quien la aceptaba y proporcionaba muchísimo apoyo emocional; cuando murió, Coronado se sintió muy sola, sobre todo porque no habla inglés, dijo.
Como Taylor, debe usar su ropa de hombre y fingir ser “Manuel” cuando regresa a visitar a su familia en México.
“Aún no he dado el paso de regresar vestida de mujer”, dijo Coronado. “Tengo miedo. Me da miedo la manera en que reacciona la gente allá”.
“Las leyes en California te protegen mucho más”, comentó.
Desde luego, la vida en Estados Unidos implica sus propios desafíos. Taylor finge no darse cuenta de estos: el amigo que le dice a su hijo que Taylor está “fingiendo” cuando se maquilla; el hombre en el centro de reciclaje que le dice, “Adiós, chico”, cuando se va.
Una tarde reciente, la única vez que Taylor reveló sus emociones fue en la farmacia, cuando le preguntaron su nombre legal completo.
A continuación hubo una pausa larga.
“Jesús Enríquez Taylor”, dijo finalmente.
“No te entendí. ¿Me lo repites?”.
“Jesús Enríquez Taylor.”
Es mejor que en México, dijo, donde los tenderos a menudo se rehúsan a atenderla.
The New York Times