Roger Cohen
Francia tiene uno de los sistemas de protección social más elaborados del mundo. La proporción de los ingresos tributarios respecto del producto interno bruto es de 46.2 por ciento, la más alta de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. En Estados Unidos, la proporción es de 27.1 por ciento. Con eso basta para darse una idea de las diferencias entre franceses y estadounidenses.
Francia gasta esta recaudación impositiva en programas –atención médica universal, licencia pagada por maternidad larga, beneficios por desempleo– diseñados para fomentar una sociedad más cohesiva y un capitalismo menos despiadado. Del grito triple de la Revolución Francesa –“Libertad, igualdad y fraternidad”–, lo primero ha demostrado ser lo más problemático, pues, según los franceses, la libertad no está muy lejos de la jungla “anglosajona” del libre mercado. La mitad de los últimos 38 años, Francia ha sido gobernada por presidentes socialistas.
El país ha pagado un precio por su solidaridad social, en particular con el alto índice de desempleo. Sin embargo, Francia ha prosperado. Tiene un vibrante sector privado. Es una economía capitalista, entre las siete más grandes del mundo. Su socialismo no es una excepción en Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Viejo Continente decidió que atenuar el capitalismo era un precio que valía la pena pagar para evitar la fragmentación social que había alimentado la violencia.
Los partidos que produjeron los Estados de bienestar en Europa tuvieron nombres distintos, pero todos acogieron los equilibrios –entre el libre mercado y el sector público, el emprendimiento y la equidad, las ganancias y la protección– que defendían tanto el socialismo como su prima, la socialdemocracia (a diferencia del comunismo). En Europa, el socialismo, una palabra renacida, no despierta el temor a la amenaza roja que provoca en Estados Unidos. Es parte de la vida. No es la miseria venezolana.
El socialismo participará en las próximas elecciones estadounidenses del siglo XXI. ¡Increíble! Hace tres décadas, cuando cayó el Muro de Berlín bajo el peso del comunismo, el capitalismo desenfrenado avanzó con confianza sobre los escombros en busca de oportunidades globales. La lucha ideológica parecía haber terminado.