Kirsten Gillibrand se enfrentó a una pieza de pollo rostizado en Carolina del Sur durante el fin de semana. Comenzó a comerla con un tenedor, se dio cuenta de que los demás a su alrededor estaban usando las manos, les preguntó si debería hacer lo mismo y abandonó los cubiertos. Al leer las noticias sobre el tema, uno pensaría que habría agarrado ese pollo con los dedos meñiques del pie si le hubieran dicho que lo hiciera; lo habría absorbido con un popote largo si esas hubieran sido las indicaciones. Todo con tal de encajar, con tal de complacer.
Cory Booker, en Iowa, respondió la pregunta de un reportero de una organización noticiosa extranjera. “¿Puedes hablar español?”, dijo, confundiendo el acento del reportero, como se ve en un video distribuido por David Gelles, productor de CNN. El reportero corrigió a Booker: “No, radio suiza”. “¡Suizo!”, Booker se regocijó. “No hablo suizo. Ni siquiera sé decir queso suizo en suizo”. ¿Humor vegano? Booker es vegano. También es patético en sus ansias por conectarse con la gente.
Nota para los candidatos presidenciales demócratas: alto. Solo dejen de hacerlo. Dejen la adulación. Recuperen su dignidad. Coman pollo como lo harían naturalmente. No inventen idiomas —no hay un idioma suizo— solo para ganar puntos.
Es bueno caerle bien a los demás, y un poco de humor, si no es forzado, sirve de mucho, pero hay una diferencia entre cortejar y humillarse, entre tratar de acercarse a alguien y tirarse a sus pies. Y en esta etapa tan temprana de la campaña para 2020, Gillibrand, Booker y muchos otros contendientes a la candidatura presidencial del Partido Demócrata podrían estar perdiendo esto de vista.
¿Acaso no han aprendido nada de Donald Trump? No estoy tratando de decir que sea un modelo a seguir ni un tutor sagaz, pero llegó mucho más lejos en la política de lo que tenía derecho, y vale la pena resaltar e incluso imitar algunas de las razones por las cuales lo logró, aunque sea solo por pragmatismo. Una de ellas es la impresión que dio —o tal vez debería decir la ilusión que creó— de que no le importaba mucho lo que la gente pensaba. Si alguien se impactaba, pues ni modo. Si alguien se ofendía, qué pena. Era todo lo que quería ser, en todo su grotesco esplendor.
Y un porcentaje significativo de electores respetó eso. Interpretaron su falta de amabilidad como autenticidad, su infantilismo como independencia, y le dieron su apoyo porque no parecía estar postrándose por el puesto (aunque, en muchos sentidos, lo estaba haciendo).
Elizabeth Warren debería tomar nota. Para ser exactos, debería haber tomado nota antes de ese video de Instagram Live, digno de dar pena, en el que decide —¡dejándose llevar por el momento!— tomar una cerveza del refrigerador y luego se da arrumacos de gratitud con su marido cuando este aparece, como si su llegada a la cocina de la casa que comparten fuera una espléndida sorpresa. Quiere mostrar cuán cariñosa y sencilla puede ser, pero parece una actuación. Así que comunica vacilación en lugar de certidumbre; debilidad, no fortaleza.