Roger Cohen
El otro día leí el periódico: un recorrido satisfactorio de dos horas por todo el mundo, lleno de sorpresas, distracciones y revelaciones. Desde luego, los periódicos están muriendo. Ese tipo de experiencia sin propósito se aleja completamente de la eficiencia y de la idea de exprimir la última gota de productividad de cada minuto. Quizá sea un descanso para el alma, pero es algo ajeno a las exigencias de la cultura contemporánea del trabajo arduo.
A lo largo del camino, mientras se acumulaban en el piso secciones de The New York Times, pilas de papel para las que los árboles habían dado su última rama, se apoderó de mí, junto con mi asombro placentero, una convicción creciente: el sistema está amañado. No soy teórico conspirativo, en absoluto, pero las personas allá afuera que sienten que ya no controlan sus vidas, que están atrapadas en las fauces de alguna máquina implacable, tienen razón en algo.
Tres artículos se grabaron en mi mente: el vívido viaje de Erin Griffith dentro de la cultura obsesionada con el trabajo de #GraciasADiosQueEsLunes; el lamento elegíaco de Derek M. Norman por la desaparición del bar Half King, clausurado a causa de las rentas exorbitantes al lado del High Line en el Lado Oeste de Manhattan, aquel monumento a la gentrificación, y la expedición fascinante de Meher Ahmad por las obras de demolición de Karachi, Pakistán.
Estas noticias no tenían relación alguna, excepto que ninguna contenía las palabras Donald Trump. Ningún algoritmo me habría llevado de una a otra.
No obstante, estuvieron relacionadas intensamente en cuanto a que todas relataban, desde ángulos distintos, una historia sobre la homogeneización, la hija pródiga del capitalismo global turbocargado. Contaban la historia de la uniformidad, de cómo lo “auténtico” se vuelve una estrategia publicitaria empacada en vez del fruto genuino de una cultura distinta. Tocaban el tema de la presión —la presión para apegarse, cumplir y competir las 24 horas del día, los 7 días de la semana—, y de esa forma proporcionaban pistas para entender el enojo al estilo “cualquier cosa menos esto” que recorre la política de las sociedades desarrolladas en este momento.
Griffith visitó varias sucursales de WeWork en Nueva York donde los letreros neón animan a los miembros a trabajar más y, como ella lo dijo, “los murales divulgan el evangelio de ‘Gracias a Dios es lunes’”. Incluso los pepinos en los garrafones de agua fresca de WeWork tienen un mensaje. Alguien talló este mensaje en la pulpa de los vegetales flotantes: ‘No te detengas cuando estés cansado. Detente cuando hayas acabado’”. Griffith citó un tuit de Elon Musk, el director ejecutivo de Tesla: “Nadie nunca cambió el mundo trabajando 40 horas a la semana”. Su sugerencia para la semana laboral: “Alrededor de 80 horas continuas, a veces hasta un máximo de cien horas”.
The New York Times