Enrique Krauze
La historia de ‘Roma’, la película escrita y dirigida por el cineasta mexicano Alfonso Cuarón, es sencilla: la separación de los padres en una familia de clase media mexicana. Octavio Paz, el gran poeta y premio Nobel de Literatura, estudió sus acentos específicamente mexicanos en su clásico libro ‘El laberinto de la soledad’: el abandono del padre cruel e irresponsable, el sufrimiento estoico de la esposa, el desamparo de los hijos son hechos que van más allá de un desajuste social. Remiten al trauma de la Conquista de México y el nacimiento mismo de México como país mestizo, hijo ilegítimo de Hernán Cortés y la Malinche.
Las reverberaciones históricas y míticas de ese hecho han estado presentes a lo largo de los siglos, imprimiendo en la vida diaria una violencia abierta o latente, nunca resuelta.
En ‘Roma’, sin embargo, ese conflicto se atempera porque la familia no es nuclear: es un nosotros en el que participan mujeres venidas de muy lejos y de muy atrás, indígenas mexicanas que desde tiempos inmemoriales acompañan la vida de los otros, criollos de la ciudad, con una fidelidad que conmueve, pero que también desgarra porque es un vestigio de la vida colonial en las haciendas mexicanas.
Aunque generaciones enteras vivieron una infancia como la que evoca Cuarón en ‘Roma’, solo él la ha llevado al cine. Es una obra íntima y personal, pero es mucho más. Es el relato realista de una clase social privilegiada que tiene una enorme deuda de desigualdad social, racial y de género con el México campesino e indígena. Es el retrato de una efervescencia política que dio inicio en la década de los 60 y 70 y que aún no cesa. También, es un viaje proustiano, una vuelta al origen.
La colonia Roma, escenario de la película, es un espejo del desarrollo social y la cultura urbana en el México del siglo XX. Se creó en 1903, al sur del viejo centro colonial de la capital, en terrenos desecados del legendario lago de Texcoco. Con sus palacetes ‘art nouveau’, sus plazas apacibles y camellones arbolados, era un emblema de la paz augusta que México creía vivir bajo el régimen de Porfirio Díaz.
Vecina de la Roma, al poniente, nacería poco después la colonia Hipódromo Condesa, famosa por haber albergado el hipódromo donde las familias de aquella exigua y ridícula aristocracia criolla de principios de siglo se imaginaban en el hipódromo parisino de Auteuil. No se veían indios con su típico calzón blanco en esas colonias. El calzón blanco estaba más bien en las haciendas, no en la ciudad.
La Revolución mexicana subvirtió ese orden y, tras una violentísima guerra civil, los nuevos gobiernos pusieron en el centro de la acción pública al México pobre. Al paso de las décadas, ese esfuerzo menguó y muchos campesinos e indígenas no tuvieron más remedio que migrar a Ciudad de México en busca de empleo: ellos, en las fábricas; ellas, en el servicio doméstico.
La vieja burguesía emigró también de la Roma, su colonia parisina, a zonas más apartadas de la ciudad, abriendo paso a políticos y empresarios, profesionistas y burócratas: los beneficiarios del nuevo orden. La Roma renació y la Hipódromo se expandió. Surgieron hermosos parques, casas y edificios de estilos eclécticos, al igual que iglesias neogóticas.