No lo quieren.
No lo quieren en los funerales, aunque la familia Bush, en una demostración de clase y respeto a la tradición, hizo una excepción y toleró su presencia.
Tampoco en Inglaterra, donde lo convirtieron en un gigantesco y desagradable inflable.
Ni entre los republicanos moderados, o al menos el club de cada vez menos miembros que dicen identificarse a regañadientes con esa etiqueta, quienes lo rechazaron durante las elecciones intermedias en su lucha por la supervivencia, aferrándose a la poca dignidad que les quedaba.
Tampoco el operador republicano de 36 años que, a decir de muchos, es el máximo ejemplo de la vanidad y la ambición, y quien además acaba de rechazar una de las funciones más poderosas de cualquier gobierno, en la que habría estado unido al presidente, con un acceso casi inigualable a sus pensamientos.
Nick Ayers no le vio muchas ventajas a la unión. Podía vivir sin esos pensamientos. Rechazó convertirse en el próximo jefe de personal de Trump, y este fue solo el último revés de “los giros de la Casa Blanca”.
Se trató, de hecho, de la historia de vida de un presidente que arrasa en un santiamén con toda la buena voluntad que pudiera haber tenido, un presidente que representa infinitamente más riesgos que promesas, un presidente por el cual un número contrastantemente menor de personas en Washington, y que además sigue disminuyendo, siente un afecto real, un presidente más tolerado que respetado, aunque hasta la tolerancia mengua.
Está eternamente obsesionado con lo querido que es (“¡Mis multitudes!”, “¡Mis ratings!”), pero lo más sorprendente es lo poco querido que es. No hablamos nada más de la función de los máximos repuntes y las caídas a los que se enfrenta todo presidente. No se trata en absoluto de una cuestión de popularidad.
Se trata de cómo se comporta y de la predecible cosecha de toda esa mezquindad. Mientras otros presidentes buscaban afinar el arte de la persuasión, él se deleita en su talento para el rechazo: a cuántos ataca (él lo llama audacia); a cuántos ofende (él maquilla el insulto diciendo que es sinceridad); a cuántos manda al exilio.