En presencia de un conflicto, desde siempre los líderes políticos han echado mano de la propaganda para asegurar su propia posición y negar o desactivar la de sus oponentes. Pruebas de ello son la leyenda negra construida contra España, o las acciones “civilizadoras” de Inglaterra en Irlanda, en China o en África.
Pero nunca se había dado una sofisticación tan elaborada en la construcción de la propaganda, para hacer pasar como verdad hechos o temas que no lo son. Y en este rubro, la Rusia de Vladímir Putin ha mostrado ser maestra en la materia.
Durante todo un año, la propaganda rusa emitió una serie de campañas de desinformación en contra de su vecina Ucrania, acusándola de haber infectado el mar de Azov con cólera, o de que sus servicios de seguridad habían tratado de transportar una bomba nuclear hasta Crimea, o que estaban dragando el lecho marino del mismo mar de Azov con el propósito de que una flota de la OTAN estableciera ahí una base.
Como consecuencia, la detención de una flotilla ucraniana el pasado 25 de noviembre, la captura de su tripulación y la negativa rusa de liberarla, ha venido escalando la tensión entre los dos países, y preparando el terreno de una agresión mayor, ante las actitudes incomprensibles de la Unión Europea y de los Estados Unidos, que van de la indiferencia hasta la complicidad.
Y por si fuera poco, la espía rusa detenida en Estados Unidos, María Butina, ha amenazado con declararse culpable de los cargos de espionaje, con lo que torpedeará la ya muy endeble credibilidad de Donald Trump y dejará en evidencia la injerencia rusa en las elecciones y la vida política norteamericana.
Nadie sabe para quién trabaja, y la trama rusa, extendida en demasiadas partes del mundo (Siria, Venezuela, España, Inglaterra, Alemania y otros), quedará descubierta y probada, con lo que se hará necesario detener las acciones de uno de los más marrulleros, truculentos y habilidosos constructores de lo que se ha denominado la posverdad, el nuevo zar de todas las Rusias.