Los presidentes Donald Trump y Xi Jinping son un poco parecidos, y eso es un gran peligro para el orden global.
Los líderes de Estados Unidos y China son impetuosos, autoritarios y nacionalistas demasiado confiados; además, cada uno parece subestimar la capacidad del otro de infligir dolor. Esta simetría peligrosa hace que ambos bandos se abalancen uno hacia el otro.
Se espera que el diez por ciento de los aranceles ya impuesto en la guerra comercial aumente a 25 por ciento en enero, pero también hay una confrontación más amplia que está surgiendo.
Trump y Xi quizá sean capaces de llegar a un cese al fuego en su guerra comercial cuando se reúnan para la Cumbre del G-20 en dos semanas. Aunque se llegue a un acuerdo, quizá solo sea un alivio temporal que no altere la dinámica de dos grandes naciones que parecen estar cada vez más destinadas a enfrentarse.
Cada bando comete un error de cálculo al considerar que es probable que el otro ceda. China percibe a un hombre demente en la Casa Blanca que habla mucho pero que al final tuvo que retractarse de sus severas medidas en las negociaciones comerciales con Europa. Pekín no parece darse cuenta de que el desafío que Trump plantea para China nace de creencias esenciales y refleja un gran desencanto con China en Estados Unidos.
Yo soy un ejemplo de eso. Estudié chino y viví cuatro años en China; mi esposa y yo escribimos un libro en su mayor parte optimista sobre las posibilidades del país llamado ‘China Wakes’. No obstante, Xi ha dañado la marca de China al igual que Trump ha socavado la de Estados Unidos, y hoy es difícil encontrar a demócratas o republicanos que estén dispuestos a hablar a favor de China.
Por su parte, Washington también se equivoca. Cree que la economía de China es vulnerable y no entiende que China puede librar una guerra comercial con armas distintas de los aranceles. Puede usar la estrategia del nacionalismo para que sus ciudadanos consideren poco patriótico comprar hamburguesas de McDonald’s, beber Coca-Cola o usar zapatos Nike.