Lo que Estados Unidos vio ante el Comité Judicial del Senado fue a un hombre sin juicio, a un niño mimado y berrinchudo que pasaba rápidamente de la furia a los gimoteos, un juez tan desprovisto de compostura y proporción que era difícil no sentir pena ajena. A Brett Kavanaugh, de hecho, se le saltaron las lágrimas por llevar un calendario porque eso era lo que su papá hacía. Su actuación fue como salida de Norman Rockwell con un toque de “Mad Men”.

Esto es lo que se obtiene de una vida sin sentido, producto del privilegio masculino blanco tan absoluto que, hasta hace unas cuantas semanas, Kavanaugh nunca había tenido que preguntarse qué podría esconderse, ahora y antes, detrás del fútbol americano, el baloncesto, el levantamiento de pesas, los entrenamientos con un grandioso mariscal de campo, los torneos profesionales de golf con papá, el anuario que celebraba las provocaciones a Renate, la fraternidad de Yale y la abstinencia sexual profesada hasta “muchos años” después de la secundaria.

“Algunas veces tomaba demasiadas cervezas”, declaró Kavanaugh. “Con algunas personas, tal vez era aparentemente un poco tímido en cuanto a mi inexperiencia; traté de ocultarla”, también declaró Kavanaugh. Christine Blasey Ford, su firme acusadora, describió de manera convincente cómo, en el verano de 1982, pagó el precio de la agresión adolescente y la inseguridad que vinculan esas dos declaraciones.

Kavanaugh afirma bajo juramento que nunca “abusó sexualmente de nadie”. El solo hecho de contemplar la posibilidad sería echar abajo toda la estructura de su vida santurrona. Estamos ante el típico atleta estadounidense, el hijo único modelo. Por Dios santo, por accidente, y quizá un poco para alardear, contrató a cuatro asistentes legales mujeres para que trabajaran con él en la Corte Suprema, el primer (futuro) magistrado en tener “a un grupo de asistentes legales compuesto solo por mujeres”.

Las palabras que se me quedaron grabadas son las que Kavanaugh mencionó al hablar de su madre, Martha, la fiscal de Maryland y jueza de instrucción, cuya frase característica era: “Usa tu sentido común. ¿Qué crees que es cierto? ¿Qué crees que es falso?”.

Teniendo en cuenta mi sentido común, Kavanaugh “versa de la protesta en demasía, a mi entender”. Christine Blasey Ford me pareció genuina. Creo más en su “cien por ciento” de verdad que en la de él. No sintió necesidad de gritar, tampoco se escudó detrás de la repetición ensayada. No sucumbió al pathos (“Tal vez nunca pueda ser entrenador de nuevo”). Habló con la parsimonia, el equilibrio y la humanidad ausentes en el juez.

Esta fue una entrevista de trabajo, no un juicio penal. La acusación contra Kavanaugh —en relación con un acontecimiento que ocurrió hace 36 años en un lugar indeterminado, que los presentes no pudieron corroborar— no podría sostenerse en un tribunal ahora. Como miembro del jurado, con la evidencia disponible, no podría afirmar “sin dudas razonables” que cometió ese abuso (claro que esta es justamente la evidencia que quizá nos daría la investigación del FBI que Kavanaugh evitó respaldar y que el senador Jeff Flake ahora ha apoyado con determinación).

No obstante, las quejas de Kavanaugh sobre el debido proceso y la presunción de inocencia —su furia ante una supuesta “desgracia nacional”— se olvidan de lo central. Reprobó la entrevista de trabajo. ¿Quién querría que este hombre malcriado, construido con base en el enojo reprimido y el privilegio circunscrito —este hombre que muy posiblemente fue el adolescente ebrio que estuvo a punto de asfixiar a Christine Blasey Ford mientras restregaba su cuerpo contra el suyo, este hombre que ahora puede haber cometido perjurio—, ocupara un lugar vitalicio en el máximo tribunal de este país?

Comencé mi columna describiendo lo que los estadounidenses vieron el jueves, pero eso no fue lo que Estados Unidos vio. Millones de estadounidenses, incluido el presidente Donald Trump y el senador Lindsey Graham, vieron otra cosa: una despreciable conspiración del Partido Demócrata en contra de un respetable juez de mediana edad, la más reciente víctima, junto con su familia, de la política de género, la revolución del movimiento #MeToo (#YoTambién) y una cultura en ascenso que dicta que cualquier cosa que las mujeres digan debe ser verdad y cualquier cosa que digan los hombres debe ser falsa.

Las audiencias del Senado fueron una prueba de Rorschach para las tribus estadounidenses. Cada uno vio lo que quiso ver. Para los seguidores de Kavanaugh, su furia fue el mejor grito primigenio imaginable para denunciar la amenaza a los privilegios del hombre blanco. No en balde a Trump le encantó.

Una confrontación tribal no nos lleva a determinar la verdad. De ahí la importancia de la investigación del FBI. A pesar de todos los esfuerzos de Trump para trivializar la mentira cotidiana, los hechos importan.

Al dirigirse a los demócratas en el Comité, Graham dijo echando humo: “¿Quieren este lugar? Espero que nunca lo tengan”. Pero, claro está que son los demócratas los que nunca olvidarán que los republicanos les robaron un lugar. ¿Recuerdan a Merrick Garland? La furia republicana es hipócrita a tal grado que resultaría cómica si el asunto no fuera tan serio.

Cuesta trabajo argumentar que la democracia tribal estadounidense no es disfuncional estos días, pero a pesar de ello Estados Unidos sigue siendo una democracia. La decisión de Flake, que tomó once horas, de pedir una semana más antes de que el pleno del Senado vote para permitir la investigación del FBI —una decisión motivada más por la consciencia que por la lealtad al Partido Republicano— es un pequeño acto de honor en una hora vergonzosa. A las democracias puede tomarles algún tiempo enderezar el camino a la verdad.

Kavanaugh ha demostrado ser un hombre desmesurado, capaz de un extravío lleno de veneno conspiratorio contra los demócratas. No se hará justicia con su presencia en la Corte Suprema de Estados Unidos.