Desde el siglo I a. C., Vitrubio reconocía la belleza, la firmeza y la utilidad como elementos esenciales de la arquitectura. William Morris mencionaba que la arquitectura es todo aquel ambiente físico que rodea a los humanos y constituye el conjunto de modificaciones que se ejecutan para proveerles de un mayor bienestar. Basta con pensar en algunos sitios como la Acrópolis de Atenas, Roma, Praga, San Petersburgo o Kioto, para dar cuenta de ello.
Y en efecto, hasta hace no mucho tiempo, las ciudades y sus edificios se concebían teniendo como prioridad las necesidades humanas. Decía Luis Barragán: “El espacio ideal debe contener en sí elementos de magia, serenidad, embrujo y misterio. Creo que estos pueden inspirar la mente de los hombres. La arquitectura es arte cuando consciente o inconscientemente se crea una atmósfera de emoción estética y cuando el ambiente suscita una sensación de bienestar” y sin duda, este espacio influye en nuestra relación con el mundo y con los otros.
Así, ciudades como Vancouver, por ejemplo, han sido diseñadas para evitar el crimen. Por otra parte, hay estudios que demuestran que vivir en pareja en un departamento de pequeñas dimensiones y techos bajos, provoca problemas de convivencia más frecuentes.
No obstante, en los últimos años, pareciera que son preponderantes modelos de negocio que priorizan el beneficio económico por encima de lo humano. Patrones que se replican en lugares diferentes y distantes, es decir, soluciones constructivas estandarizadas carentes de identidad. Donde se hace caso omiso del terreno sobre el que se erigen las edificaciones, así como de los materiales locales.
Es momento de repensar y volver a los principios básicos de la arquitectura, tener presente que aunque siempre debe haber un equilibrio entre beneficio y economía, el objetivo final es el confort y seguridad de quienes habitan y dan vida a los espacios. Que la arquitectura recupere su tarea de procurar condiciones más óptimas a la civilización.