La dialéctica de la fotografía y la realidad se encarna de manera contundente en las imágenes que tocan la muerte, quizá porque es el lugar donde se pone en juego la esencia de lo humano, la captura y la visibiliza. Susan Sontag dice:
“Las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar.”
Podemos revisar, por ejemplo, la obra de Andy Warhol, en la que existe una fascinación por mostrar ese momento definitorio entre la vida y la muerte, para convertirlo en un espectáculo mediático: imágenes de accidentes automovilísticos, suicidios o sillas eléctricas.
O la obra Enrique Metinides. En principio, sus fotografías muestran el límite de la tragedia humana desde el campo de la nota roja, pero es tal el alcance de su estética que el hecho queda trasladado al campo del arte. Para muestra, la serie ‘Secuencia 7: Rescate de un suicida en la cúpula de El Toreo’, en la que la figura humana adquiere distintos significados en tanto esta se desarrolla, de su mera presencia aérea, contrastada con el cielo, hasta una representación de la posible muerte y el frustrado intento de suicidio.
O la icónica fotografía del cadáver del Che Guevara, tomada por Freddy Alborta. El guerrillero queda expuesto en un lavadero de hospital para que los corresponsales extranjeros certifiquen su fallecimiento. La imagen fija ese instante, que parece suspendido en el tiempo pero, a lo largo de su recorrido histórico, pasa por diversas valoraciones.
Del campo de la noticia internacional transita inmediatamente al del ‘statement’ político y, luego, al sedimentarse en el imaginario colectivo como la representación de un cristo caído, al de lo estético macabro y al de la religiosidad revolucionaria.
¿Qué es lo que hay detrás de este deseo de colocarse en los entresijos de la vida y la muerte? Quizá la fotografía es en un ejercicio que hace posible abrazar la existencia, pero sin ningún compromiso ni riesgo para quien la observa, tan solo un ‘memento mori’.