El arte ha sido, a lo largo de la historia, un aspecto intrínsecamente ligado a la vida del ser humano, sirviendo como un lenguaje universal en el que prevalecen la belleza y la estética. En la Grecia antigua surgió la división entre las artes superiores, las creadas para ser apreciadas con los ojos y los oídos que hoy conocemos como las siete bellas artes: arquitectura, escultura, pintura, literatura, música, danza y cine (añadida en la época moderna).
La literatura es el arte que utiliza las palabras para crear, se aboca al uso estético de la palabra escrita. A través de ella, las personas podemos movernos por mundos, espacios y tiempos inimaginados, armónicamente entretejidas. Son segmentos encadenados en determinada posición que construyen esos mundos por los que los lectores viajan de la mano de la imaginación, la razón y los sentimientos.
Al girar mi caleidoscopio visualizo, en ese mundo multicromático de figuras caprichosas e irrepetibles, mi origen, el de mi amor por la literatura. Deseo compartir con mis lectores algunas pistas no solo para disfrutar la lectura sino para recrearla y recomponerla en el “aquí y ahora”. Visualizar los tres apartados de la obra literaria autor, mensaje y lector, como una relación entre el tiempo, el espacio y los personajes. Un ejemplo es el que, cinco siglos después, sigue funcionando a pesar de estar fuera de su espacio contextual; el autor está presente, no sabemos en qué tipo de lector pensó, ¿en mí, en ti, en quién?
En la actualidad, los avances tecnológicos insertan otra mirada visual, auditiva y volátil. Frente a este mundo, la obra literaria es un acto de cultura que trasciende tiempo y espacio, que se crea y recrea hasta el infinito. Por eso hay grandes obras que inflaman el espíritu, la reflexión, la alegría, el sufrimiento, nostalgia, tristeza… sin importar la época en que se lean y relean.
Toda obra literaria es un signo de la realidad, es un resumen de la visión sintética de lo que le ocurre al autor, imaginada hipotéticamente. Tiene verosimilitud porque hay signos que remiten a una verdad, de ahí que todo signo sea válido. Del talento del escritor, de su profundidad en escoger el “signo importante de una realidad” depende que ese signo sea válido. El escritor emite un juicio sobre la vida y si el lector llega a captar el mensaje, es válido y, por lo tanto, interpretable. La obra no se toma como un dogma sino como un cúmulo de posibilidades y cuando es profunda, es compleja como la vida misma, de ahí su trascendencia.
Si la obra es reflejo de un símbolo está dentro de la historia de la cultura, como Dostoievski que es universal en su comunicación del mal. Toda obra debe estar conectada a una simbología: Edipo a la fatalidad; Dante a la eternidad; El Quijote, al ideal; Don Juan, al amor; Otelo, los celos desmedidos; entre otros. La coherencia entre el símbolo y el signo, es un reflejo de la vida transmitida por la literatura.
Toda obra literaria es un signo autónomo; no depende más que del lector, no se necesita conocer nada de la circunstancia de la obra o del autor para que sea válida, depende exclusivamente de sí misma. Los sistemas culturales no sirven para el análisis sino para iluminar al lector. También es polivalente, hay que salvar la coherencia interna, llena de significados y sentidos que siempre remiten a la vida y es interpretable de muchas maneras. Solo hay un dogma: acercarse a lo que implicó el autor y que pretende sinoptizar una parte de la vida a través de su escritura, de las palabras.
Toda obra es un signo de comunicación, hay que saber leerla para comprenderla, ya que las reacciones son intuitivas, verosímiles. Los personajes pueden parecerse pero no son iguales ni coincide la totalización de un personaje con la vida. Por ello es que, en la inmensa diversidad de lectores, todos podemos identificarnos con un mismo personaje. Tú, ¿con cuál personaje literario te identificas?
Por: Patricia Espinosa Torres, Política, conferenciante y humanista comprometida con la construcción de una sociedad más justa y equitativa.
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