Esta es una escena que de cuando en cuando pongo en mi cabeza: Recién acabo de dejar esta vida y llego a las puertas del cielo, sin saber si se me permitirá la entrada o se me regresará por donde llegué. Me acerco a un muro refulgente y asoma San Pedro por una rejilla. Me pide que me identifique; le digo quién soy y le expreso mi deseo de querer entrar.
San Pedro, un anciano que lo ha visto todo, se dirige a mí con la celestial sabiduría que lo caracteriza: “Te haré unas sencillas preguntas y si tus respuestas satisfacen a mi Padre Altísimo, te abriré de inmediato. La primera es, ¿qué hiciste en esta vida para ganarte un lugar entre los habitantes de esta morada?”.
Yo, pensando en el tipo de persona que fui, le respondo: “Fui una persona buena, productiva, cometí numerosos errores que me dejaron valiosos aprendizajes, quise mucho a los míos y ellos también me amaron, fui fundamentalmente feliz y procuré la integridad en mis acciones”.
Con una dulce sonrisa, el guardián de las llaves del Paraíso, me hace ver que mi respuesta le ha sido satisfactoria: “Muy bien, hijo, me da gusto que hayas sido una persona de bien, no esperaba menos de ti. Mi segunda pregunta es: ¿qué hiciste en beneficio de otros y de qué manera has hecho del planeta Tierra un mejor lugar?”.
Invariablemente, cuando llego a esta parte de la escena, ésta llega a un súbito final, pues nunca estoy seguro de que lo que responderé será suficiente. Porque si no lo fuese, el beatífico glorioso reiterará: “¿Y qué más hiciste?”
Yo estoy convencido de que hay una razón por la cual cada uno de nosotros fue elegido para venir a esta vida. No soy ateo y respeto a quien lo sea, pero si lo fuese tal vez me diría: “Estoy aquí como resultado de una serie de circunstancias aleatorias, susceptibles de ser explicadas por la ciencia y el entendimiento humano. Sin embargo, ya que estoy aquí, por la causa que haya sido, procuraré que mi paso por esta coyuntura llamada vida no resulte en vano”.
Y esa es precisamente mi filosofía: ya sea que Dios o una cadena de fenómenos materiales nos hayan traído aquí, ¿cuál es nuestra excusa para no intentar ser buenas personas, cuyas acciones enriquecen la vida de sus semejantes y, por ende, el bienestar del planeta?
Desde luego todos tenemos derecho a decir ‘quiero ser feliz’, ‘anhelo ser feliz’, ‘tengo derecho a ser feliz’ o ‘puedo afirmar que soy feliz’. Pero ser feliz, sin ser una virtud en absoluto deleznable, para mí no es suficiente. Porque feliz puede sentirse el rico que explota a los pobres o el criminal que arruina las vidas de otros. Feliz puede ser también el narcisista, alimentado por su ego, o el avaro, congratulándose de su ventajosa codicia.
Bueno, podría alguien argumentar con razón, ¡pero la felicidad del criminal o la del egoísta no puede ser verdadera! ¡No creo que el fondo estos sujetos puedan ser realmente felices!
Lo cual me lleva a plantear la siguiente interrogante, ¿en qué consiste la felicidad verdadera? Y mi respuesta sería: en la paz, la armonía y el júbilo interior como una precondición para contribuir a la paz, armonía y júbilo de otros. Si mantengo la luz en la ventana de mi ser, estaré en condición de proyectarla hacia otros. Y por el contrario, los de corazón duro no podrán hacer resonar su latidos en otros.
Lector/lectora, suponiendo que fueses tú el que tuvieses (¡Dios quiera que no lo sea pronto!) que tocar las puertas del cielo y San Pedro te sometiese a las mismas amorosas pruebas, ¿te granjearía la entrada? Yo me imagino que lo último que quisiésemos oír de sus santos labios sería un “¿Y para eso te mandó mi Padre Dios a la Tierra? ¿Tan magra ha sido tu cosecha con los maravillosos granos que Él puso en tus manos?”
Si la respuesta que le darías no te resulta del todo satisfactoria, te invito a revalorar tus acciones en la vida, pues nunca es tarde para retomar el sendero. Solo seres tan extraordinarios como la Madre Teresa de Calcuta, Nelson Mandela o Mahatma Gandhi, seguramente se pudieron dar el lujo de exentar el examen final en su regreso al Edén.
Para bien o para mal, los demás mortales, debemos aprender a enfocarnos, no solo en forjar nuestra felicidad, sino en empeñarnos en que ésta se genuina para que podamos darnos la satisfacción profunda de hacerla extensiva a aquellos quienes nos rodean.
Cierto, tenemos solo una vida. Mas, para nuestra fortuna, no hay nada que nos impida estar preparados para esa conversación inevitable que algún día habremos de sostener con el varón celestial a las puertas del Cielo.
(*) Doctor en Comunicación por la Universidad de Ohio y Máster en Periodismo por la Universidad de Iowa
