Imagínate pasar 14 meses en el océano Pacífico, sin tocar tierra firme. Después de 10 mil kilómetros llegas a una pequeña isla, en donde termina tu maratónica jornada. Supongamos ahora que tu bote estuvo todo ese tiempo a la deriva y que, ante la carencia de alimentos, debías conformarte con atrapar peces con tus manos para luego comértelos crudos.
Para completar el insólito escenario, digamos que eras un náufrago y que ahora te das el lujo de contar tu increíble hazaña de supervivencia.
La situación planteada no forma parte de una novela o de algún reciente estreno cinematográfico. Es una historia de la vida real y fue protagonizada por José Salvador Alvarenga, un pescador salvadoreño, hace solo tres años.
El 17 de noviembre de 2012, Alvarenga zarpó de una pequeña comunidad pesquera en Chiapas, en compañía de Ezequiel Córdoba, otro pescador. Se trataba de un viaje de rutina, pero al segundo día azotó una fuerte tormenta y, para evitar irse a pique, los tripulantes hubieron de arrojar la mayor parte de su carga por la borda.
Cuando se descompuso el motor, lanzaron un angustioso SOS. Para su mala fortuna, el aparato de radio quedó arruinado antes de poder transmitir sus coordenadas. Llevado por las corrientes, el bote pesquero se fue alejando de la costa y los barcos de rescate, que habían salido en su búsqueda, no lo pudieron encontrar.
Jonathan Franklin, un periodista británico, narra este acontecimiento en “438 días, una historia extraordinaria y verídica de supervivencia en el mar”, un libro en inglés recién salido a la venta.
Dicha narración, basada en docenas de entrevistas realizadas a Alvarenga y diversas personas relacionadas con la fallida travesía, es un testimonio de la determinación de un hombre para salir venturoso de un terrible predicamento de vida o muerte.
Córdoba, su acompañante, solo resistió dos meses antes de darse por vencido y sucumbir ante la sed y el hambre. ¿Qué llevó entonces al marinero centroamericano, quien enfrentaba las mismas condiciones, a no darse jamás por vencido? En su relato, Franklin nos brinda una respuesta: supo recurrir a la imaginación para mantener intacta la cordura.
En su pantalla mental, se visualizaba haciendo las cosas que más le gustaban: conversar animadamente con su familia y amigos, degustar los manjares más exquisitos, e incluso fantasear que se rodeaba de las más bellas mujeres.
Invariablemente, Alvarenga iniciaba su día con un ‘paseo’ matutino. “Me ponía a caminar de ida y vuelta – señala – y me imaginaba que iba recorriendo el mundo; lograba así convencerme de que algo estaba haciendo, en vez de quedarme sentado, pensando que me iba a morir”.
Como el avezado marinero que es, conocía a la perfección los ciclos de la luna y llevaba la cuenta de los mismos. Si tenía la suerte de que alguna tortuga pasara cerca, la atrapaba, para luego comérsela. Para saciar la sed, se bebía su sangre. En otras ocasiones, tomaba aguamalas (medusas) entre sus dedos y se las tragaba enteras. “Me quemaban la garganta – confiesa –, pero no estaba tan mala la cosa”. Gracias a su ingenio, ideó un sistema para recolectar agua y, cuando llovía, la almacenaba para irla consumiendo paulatinamente a pequeños tragos.
Al llegar el día 438, observó gaviotas surcando los cielos, para luego vislumbrar una pequeña isla en la lejanía. Pensando que podía tratarse de una alucinación, no quería albergar falsas ilusiones. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que el promontorio, apenas del tamaño de un campo de futbol, era real, y empezó a remar en dicha dirección. Cuando tocó tierra, refiere, “tomé un puñado de arena y la sostuve en mis manos como si fuera un tesoro”.
El islote forma parte del Atolón de Ebon, en las Islas Marshall, uno de los lugares más remotos del planeta. Si Alvarenga no se hubiese topado con éste, apunta el autor del libro, con toda certeza no habría vivido para contarlo.
Para fortuna suya, una familia que allí vive, lo llevó a buen recaudo. Había así llegado a su fin una incansable jornada de 10 mil 700 kilómetros. “Padecí de hambre, sed y una solitud extrema, pero no me arranqué la vida”, recuerda en retrospectiva, “solo se nos da una oportunidad de vivir y por ello la valoro”.
El próximo lunes analizaré este extraordinario caso desde la perspectiva de la resiliencia, que es la capacidad humana de salir adelante en situaciones extremas.
Referencia bibliográfica: Jonathan Franklin, ‘Lost at sea: the man who vanished for 14 months’, The Guardian, noviembre 7, 2015.
(*) Doctor en Comunicación por la Universidad de Ohio y Máster en Periodismo por la Universidad de Iowa.