Mosca llegó un día cualquiera, por sorpresa, a la casa. Apareció saliendo del bolsillo del pantalón de mi padre, como si este fuese una chistera de mago y ella un conejo pinto, con su diminuto cuerpo y su ternura dispuesta a prodigarse. Pachuco llegaría después, no recuerdo cómo, para hacerle compañía por años.
Era una Fox Terrier como también lo era Pachuco, aunque por entonces llamábamos ‘ratonera’ a su raza, quizá por su propensión a atrapar roedores con la misma intensidad con la que fungían también como guardianes de su entorno.
Aunque creció de manera natural, se hizo adulta y hasta se convirtió en madre; Mosca nunca dejó de ser pequeña físicamente. Siempre dispuesta al cuidado de la casa familiar, presta al juego en sus años mozos, perseguidora de ratones y de gatos, Mosca se convirtió pronto en un integrante más de la familia.
Yo la recuerdo principalmente porque cada vez que las lágrimas llegaban a mis ojos infantiles por cualquier de esas cosas que alteran la tranquilidad de los niños, Mosca lloraba a la par mía, con una solidaridad sorprendente, que causaba asombro en cuántos se percataban de ello.
Pachuco, por su parte, era un perro noble y fiel compañero de actividades cotidianas que en un mal día se perdió. Aunque la principal línea de investigación sobre su inesperada desaparición llevaba a la posibilidad de que alguien, aprovechando su actitud amigable, lo había ‘levantado’ en cualquier vehículo de cuantos llegaban a diario a la harinera El Fénix, donde vivíamos, la verdad es que nunca se conocieron las razones reales de aquella arrebatada ausencia, ni se dio pronto con su paradero.
Mi padre lo encontró buen tiempo más tarde, ya sin buscarlo, en una colonia popular nada cercana a la casa familiar. En cuanto se supo encontrado, Pachuco se tomó un tiempo de largos minutos para entrar y salir de unas cuantas casas de aquel barrio, como si se estuviera despidiendo de cada una de las familias que le habían brindado apoyo y alimento en los largos días de su exilio. Luego, con la tranquilidad del deber cumplido, subió a la camioneta de mi padre y regresó, feliz, a su hogar de antaño.
No recuerdo en qué circunstancias murió Mosca, pero sí muy bien las de Pachuco. Sintiéndose en los últimos momentos de su vida, buscó el abrigo de la ventana de la habitación de mis padres, y ahí, sintiéndose cerca de sus ‘amos’, se quedó dormido para siempre, antes de que el sol apareciera por el oriente.
Felicitándolo en estos días por su cumpleaños, un amigo y vecino de la infancia me recordó aquellos convivios infantiles con pastel en que lo celebrábamos, y también, de refilón cargado de nostalgia, a Mosca y a Pachuco. La vida ha pasado, los años desde que ambos perros murieron son ya muchos, pero aún hoy me doy cuenta del cariño que les tengo.
Un perro puede estar ligado, como en el caso de ambos, a algunos de los momentos más entrañables de nuestra existencia. Quién ha tenido la fortuna de crecer con un noble perro al lado, sabe muy bien de lo que hablo.