La violencia, el género, las adicciones y la salud mental son temas actuales y representativos de distintas corrientes teóricas y profesionales, como son la psicología, el psicoanálisis, la enfermería, la medicina, la criminología, el derecho, entre otras, y todas ellas, a su modo y estilo, tratan de entenderlas para aportar propuestas a la sociedad y que ésta asuma el ordenamiento que mejor le convenga. La violencia en estos tiempos ha tenido una creciente incidencia, tanto en lo social como en lo familiar y en lo individual. En el campo de la salud mental, la violencia tiene características clínicas de conducta y destrucción, y al mismo tiempo, mecanismos subjetivos que afectan las relaciones sociales y simbólicas entre los individuos. Por ello, a pesar de las críticas, la teoría pulsional en el desarrollo de la identidad, planteada por Sigmund Freud, sigue vigente y es punto de partida en cualquier análisis que pretenda ser esclarecedor de las distintas formas de violencia.
Hay tantas definiciones de violencia que relacionan el término con lo político, el poder, el dominar, la destrucción, la crueldad, el género, los instintos, la amígdala, el tálamo, la fe, el desempleo, etcétera; pero en todos ellos, indiscutiblemente la violencia causa daño y duele. Balibar (1997) la relaciona con la crueldad, entendida ésta como un resto ‘carente de sentido’ y, hasta cierto punto, parece ser banal.
Para ser violento se requiere poder, de ese poder que comienza cuando el niño puede atar las agujetas de sus zapatos y ese logro le provoca intensa satisfacción, misma que seguirá pretendiendo repetir en diversos eventos posteriores. Algunas formas de poder y de violencia están estrechamente relacionadas, una sosteniendo a otra, uno atacando a otro o a los otros y con ello provocando efectos en la subjetividad de los actuantes. Por ejemplo, el que una persona se asuma como diferente a otros y no dé reconocimiento de esas diferencias, pues los considera extraños y amenazadores de su única identidad. Este rechazo da las condiciones y las bases para crear un impulso absolutamente destructivo del otro. El poder que domina y discrimina es una forma de violencia, tanto individual como colectiva, y forma parte de una organización social que llega a ser asimilada y entendida como natural en un orden establecido.
En la clínica psicológica, entendemos los actos de violencia no solo como una subjetividad individual, sino como una producción construida y sostenida por los lazos sociales y familiares de la persona. Tan solo recordemos a Michael Foucault cuando señala el propósito de quebrantar el continuum biológico, luego de quebrar al sujeto socio-político, donde el ser humano se convierte en objeto de desecho para que la violencia asuma una cotidianidad social. La salud mental de la mayoría de los pacientes en instituciones de salud viene marcada por el registro de sucesos violentos, en algún momento de su vida.
De igual forma, se dice que las personas que asumen posiciones más débiles en los sectores sociales sufren episodios de violencia con mayor frecuencia y ello lo constatamos en la inasistencia familiar a personas con capacidades diferentes, niños, adultos mayores o en las personas con discapacidad mental o deterioro cognitivo importante. La desatención de sus cuidados de salud, así como la recriminación ante las limitaciones por su estado son quejas frecuentes en consultorio.
Interesantes han sido los trabajos de investigación que reportan niveles de estrés por desgaste profesional y su impacto en la vida personal del equipo de salud y de las afectaciones a los pacientes, ya sea por la respuesta de control del personal o por intervenciones inadecuadas.
Todos tenemos un lugar en el mundo de la violencia, ya sea como actores principales o como testigos, somos supervivientes temerosos de este fantasma que, como diría un paciente: “a mí no me ha tocado –la violencia-, pero me la imagino y me da miedo y ya duele”. Aunque la violencia nos vea desde fuera, nos sentimos humillados, avergonzados y desvalidos, pues nos es difícil afrontarla y vencerla.
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Por: Juan Carlos García Ramos, Psicólogo Clínico