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El pueblo mexicano que sobrevive de las remesas enviadas de EUA

Esos envíos permitieron que las familias pudiesen comer cuando la venta de madera cayó drásticamente hace una década. (AP)
Esos envíos permitieron que las familias pudiesen comer cuando la venta de madera cayó drásticamente hace una década. (AP)

Esos envíos permitieron que las familias pudiesen comer cuando la venta de madera cayó drásticamente hace una década

AP

En Comachuén, una comunidad indígena purépecha de alrededor de 10 mil habitantes enclavada en lo alto de las montañas de pinos del estado de Michoacán, en el oeste de México, todos sobreviven gracias al dinero que envían los migrantes que trabajan en Estados Unidos.

Esos envíos, conocidos como remesas, permitieron que las familias pudiesen comer cuando la venta de madera cayó drásticamente hace una década al empezar a escasear el pino. El dinero ha permitido también que se queden en Comachuén en lugar de irse a otras partes del país en busca de trabajo. Eso, y el hecho de que los niños pasen gran parte del año con sus madres y abuelos, ha ayudado a preservar la lengua purépecha entre casi todos los habitantes del pueblo.

Las telas tradicionales, la carpintería y la construcción siguen vivos gracias en parte a que esas empresas están financiadas por los migrantes que mandan dinero para construir sus casas. Muchas otras cosas — la iglesia, la plaza de toros, las donaciones benéficas — están costeadas por ellos.

El gobierno mexicano cree que las remesas del año pasado superarán por primera vez los 50 mil millones de dólares. Pero la capacidad que tienen esos envíos para permitir que las familias puedan sobrevivir o progresen lo suficiente para que sus hijos no tengan que emigrar varía, en un reflejo de los planes y perspectivas de cada persona.

Las frías mañanas de invierno en Comachuén son un regreso a otra época. Los hombres están de regreso en el pueblo por el paro estacional del trabajo agrícola en Estados Unidos.

Muchos de los migrantes de Comachuén obtienen una visa de trabajo temporal H2A, mientras que otros van sin la documentación en regla. Cientos de hombres de aquí trabajan cada año en la misma plantación de hortalizas en el norte del estado de Nueva York, plantando cebollas y recolectando calabazas, coles y frijoles. Porfirio Gabriel, un organizador que recluta personal para ir al norte, estima que solo esa empresa ha llevado cinco millones de dólares al pueblo en tres años, siendo de lejos su mayor fuente de ingresos.

Los residentes intercambian saludos en purépecha cuando se cruzan en las estrechas calles. En un extremo del pueblo, tres arrieros guían a sus bueyes por las calles hacia las montañas cercanas para arrastrar los troncos de pino recién talados en carretas. Los troncos se colocan en la calle, frente a las casas que los compran, para ser cortados en talleres levantados en los patios traseros.

El zumbido de los tornos de madera se mezcla con los gritos de los hombres que llevan ladrillos y carretillas de arena y grava hasta las casas a medio construir. Comachuén revive en invierno.

Tranquilino Gabriel, un apellido muy común en la localidad, torneaba husillos decorativos de madera en un torno primitivo. Es una labor que hace cuando no está trabajando en Estados Unidos, para mantener vivo un negocio familiar de varias décadas. Los 5 pesos (25 centavos de dólar) que recibe por cada pieza son apenas un ingreso extra.

Cuenta que cada vez hay menos materia prima y que no está claro cuánto tiempo más podrá seguir haciéndolo. “Aquí se está escaseando la madera, hay más potreros y la gente esta poniendo aguacate”, señaló Gabriel, de 59 años.

Gabriel está resignado a trabajar en Estados Unidos mientras pueda. Envía a casa unos 7 mil 500 dólares anuales que gana trabajando en el campo. Ese dinero se usa fundamentalmente para costear la educación de sus hijos y pagar la matrícula de una universidad privada para que su hijo mayor pueda ser enfermero.

Su esperanza es que sus hijos tengan educación universitaria y no tengan que emigrar. “Estoy pagando los estudios de mis hijos, para que ellos no tengan que hacer lo que hicimos nosotros”, afirmó.

Además de los husos, que se mandan a una localidad próxima para ser ensamblados en librerías y estanterías, la economía del pueblo se basa en gran medida en que los migrantes vendan cosas a otros migrantes.

José González, de 55 años, trabaja en una bodega que remodeló, abasteció y amplió con lo que ganó durante más de una década trabajando en Estados Unidos.

González, que tiene el rostro duro y reflexivo de un sargento indígena, dice que antes trabajaba la madera pero “el dinero no alcanzaba para mantener a la familia”. Tras trabajar en el campo en México durante un tiempo, tuvo que emigrar. Ahora, en su tienda bien surtida vende conservas y comida a las familias de los emigrantes.

Omar Gabriel, de 28 años, vende arena, grava, cemento y barras de refuerzo a los migrantes que construyen o amplían sus casas en Comachuén con el dinero que ganan en el país vecino. Gabriel, uno de los migrantes más jóvenes y mejor formados, estudió contabilidad en una universidad cercana. Sus planes no incluyen ir siempre al norte a plantar cebollas cada primavera.

El dinero que obtiene de la agricultura en Estados Unidos lo dedica a ampliar la empresa familiar, Don Beto Materials, y a pagar para la carrera de arquitectura de su hermano menor. La familia acaba de comprar una topadora de segunda mano con lo ganó al norte. Antes, habían adquirido un camión con volqueta.

“Mi meta es trabajar cinco años más (en Estados Unidos) para hacer el capital para echar a nadar el negocio bien”, como una constructora que ofrezca todos los servicios, desde los planos y la excavación, a la obra, explicó.

Pero aunque Gabriel pueda dejar de emigrar algún día, parece que su negocio dependerá siempre de un flujo constante de clientes migrantes con dólares en los bolsillos.

La próxima generación es la clave: ¿Permitirán las remesas que los jóvenes adultos de Comachuén se construyan una vida en México en lugar de tener que trabajar en los campos estadounidenses?.

Andrés Reyes Baltazar, de 20 años, estudia administración de empresas en una universidad pública en la capital del estado, Morelia. En las vacaciones de invierno, ayudaba a su padre, Asención Reyes Julián, de 41, en el taller de muebles familiar, donde construían un enorme armario de madera de unos 1,8 metros (6 pies) de largo y 2,4 metros (8 pies) de alto.

El padre emigra desde 2011 porque, según dice, en el negocio de los muebles “a veces hay pedidos, hay clientes, y a veces no hay”. Reyes Julián invierte gran parte del dinero que gana en Nueva York en la educación de su hijo.

Andrés sueña con utilizar sus estudios para mejorar el negocio, quizás comprando un camión para ir hasta mercados más grandes y obtener mejores precios por sus piezas. Los muebles terminados dan un margen de beneficio mayor que la fabricación de piezas, y la familia Reyes es una de las pocas que todavía los producen.

Pero preguntado por si él también se irá a trabajar algún día a Estados Unidos, Andrés responde con evasivas: “Tal vez, puede ser, primero voy a terminar mis estudios”.

Andrea Sánchez, de 21 años, habla un inglés perfecto. Emigró, sin la documentación pertinente, con su familia a California cuando era una niña en 2002 y estudió en escuelas estadounidenses hasta la secundaria.

Cuando su familia regresó a Comachuén, contó, “fue un gran impacto (…) esto era realmente distinto”. En la década que ha transcurrido desde entonces, ha aprendido a amar su localidad natal, aunque no tenga las grandes casas y los patios bien cuidados que veía en su infancia. “Este es mi hogar. Esta cultura me llama”.

Aunque está estudiando aquí para ser profesora y ayuda a su madre con su negocio familiar de telas con bordados tradicionales, sigue soñando con regresar a Estados Unidos algún día.

“Si hay esa posibilidad, lo haría”, dijo añadiendo que “Preferiría hacer las cosas legalmente. Ese sería el objetivo”.

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