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Lo que significa ser un ‘dreamer’ en Estados Unidos

Gaby Pacheco marchó de Miami a Washington para apoyar el programa que sustenta a los 'dreamers'. / Foto: Isvett Verde / New York Times
Gaby Pacheco marchó de Miami a Washington para apoyar el programa que sustenta a los 'dreamers'. / Foto: Isvett Verde / New York Times

Jóvenes ‘dreamers’ en Estados Unidos comentan cómo ha sido llegar a la mayoría de edad en un contexto de incertidumbre

Isvett Verde

Piensa en las grandes conquistas de la adolescencia: las posibilidades que te dio ese primer pago de un trabajo; la sensación de temor y libertad que sentiste la primera vez que condujiste por tu cuenta después de que te dieran la licencia de conducir. Al graduarte de la secundaria, una beca o ayuda financiera hicieron posible el sueño de la educación, lo que abrió la puerta a un mundo mucho más grande.

Estos hitos, que muchos de nosotros damos por sentado, estuvieron fuera del alcance de los jóvenes inmigrantes indocumentados que fueron traídos a Estados Unidos cuando eran niños, mejor conocidos como ‘dreamers’. Eso fue hasta que el gobierno de Barack Obama creó en 2012 el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés).

Aunque no abrió un camino a la ciudadanía, DACA sí permitió que decenas de miles de ‘dreamers’ obtuvieran licencias de conducir, atención médica y vivir sus vidas, mientras que el Congreso trabajaba en una solución legislativa.

También les dio la oportunidad de solicitar una matrícula estatal de educación y conseguir trabajos en los que se beneficiaban de sus habilidades y capacidades. Les dio a algunos la confianza de usar su voz para luchar por otras personas en la comunidad indocumentada. Otros iniciaron negocios, se unieron al ejército y más.

Incluso se le atribuye al programa una mejor salud mental en los beneficiarios, algo que no es sorprendente. En el debate sobre quién debería y quién no debería tener derecho a permanecer en Estados Unidos hay algo que pasamos por alto: el de vivir con una incertidumbre perpetua y el efecto dominó que tiene en las familias.

Mientras tanto, una generación de jóvenes creció, se casó, compró casas, formó familias y ahora están metidos en el tránsito de sus carreras. Aun así, sin una vía a la ciudadanía, planean sobre un futuro que sigue siendo incierto.

Una encuesta reciente reveló que los hogares de beneficiarios de DACA pagan aproximadamente seis mil millones de dólares en impuestos federales y poco más de tres mil millones de dólares en impuestos estatales y locales cada año. Del mismo modo que otros inmigrantes, los ‘dreamers’ hacen aportaciones vitales a la economía de nuestro país al igual que a nuestras comunidades.

Mientras reflexionamos sobre los 10 años de DACA, es un buen momento para que se escuche lo que los ‘dreamers’ tienen que contarnos sobre sus historias vividas, sus esperanzas para un futuro mas seguro y lo que los hace estadounidenses.

Erika Andiola, 34 años

DACA fue un logro de jóvenes líderes indocumentados como yo. Comencé a formar parte de la organización del movimiento de los ‘dreamers’ cuando todavía estaba en la universidad y en 2010 cofundé la Coalición de la Ley Dream de Arizona, encabezada por jóvenes indocumentados.

Me gradué de psicología en 2009, pero no pude conseguir trabajo porque no tenía estatus legal. DACA cambió eso. Recibí mi tarjeta de autorización de trabajo en 2012 y conseguí un trabajo como directora de alcance de la entonces representante Kyrsten Sinema.

Poder trabajar significaba que podía ayudar económicamente a mi familia. Con el tiempo, incluso le compré una casa a mi mamá, algo con lo que había soñado hacer desde que llegué a este país de niña, a los 11 años. Estar protegida de la deportación también me dio la confianza para ser más abierta y defender a mi madre y a millones de personas en todo el país.

Pero la sensación de seguridad y certeza que sentí en un principio, cuando logré cambiar mi condición migratoria, duró poco. Quienes tuvimos la suerte de ser beneficiarios de DACA antes de que el gobierno de Trump buscara finalizarlo, temimos tener que volver a vivir sin ningún documento y con el riesgo inminente de perder nuestros trabajos. También me da miedo que el gobierno pueda usar nuestra información para deportarnos.

Este sentimiento está justificado. En 2013, el mismo día que comencé a trabajar en el Congreso, unos hombres que dijeron ser de la policía tocaron a la puerta de nuestra casa. En realidad buscaban a mi madre, dijeron. Pero mi hermano, que también era indocumentado, estaba fuera arreglando su auto y me dijeron que si no abría la puerta, se lo llevarían.

Al final, los hombres, que en realidad eran agentes del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por su sigla en inglés), arrestaron tanto a mi hermano como a mi mamá. Debido a mi trabajo en el movimiento, sabía cómo llevar a cabo una campaña de defensa de la deportación. Envié un mensaje de texto a la representante Sinema para informarle de lo sucedido y también me puse en contacto con otros miembros del Congreso, abogados y organizaciones locales de derechos de los migrantes.

En cuestión de horas conseguí reunir suficiente apoyo para que mi madre fuera sacada de un autobús con destino a México. A las 9 a. m. del día siguiente, la dejaron en el centro de detención local del ICE en Phoenix, donde mi hermano estaba detenido. Mi hermano me dijo que los agentes del ICE tenían fotos mías e impresiones de artículos escritos sobre mí, lo que me llevó a pensar que tal vez mi familia estaba en la mira por el trabajo que yo hacía. Al final fueron liberados y mi madre sigue luchando contra su orden de deportación. La idea de que algo así pueda volver a suceder me da escalofríos.

Creo que es importante celebrar un programa logrado por jóvenes indocumentados y mostrar a las nuevas generaciones el valor de organizarse. Pero también me siento muy decepcionada y frustrada porque pensábamos que lograríamos aprobar algo como la Ley Dream y una protección más amplia para personas como mi mamá.

Sin embargo, no pierdo las esperanzas. Muchos de nosotros en el movimiento ‘dreamer’ no sabíamos lo que estábamos haciendo cuando empezamos a organizarnos. En mi escuela y en otras del país, cientos de jóvenes migrantes dejaron de esconderse. El miedo no nos llevó a ninguna parte; la valentía y la voluntad de compartir nuestras historias entre nosotros y, en última instancia, con los medios de comunicación, nos ayudaron a construir un movimiento que generó un cambio. Las cosas parecen difíciles en este momento, pero debemos recordar que se necesita determinación para impulsar la acción de la gente en el poder.

Juan Carlos Cerda, 29 años

Estaba ayudando a mi papá, un electricista, a poner el cableado de una casa el día que el presidente Barack Obama anunció que las personas indocumentadas como yo podíamos solicitar un alivio provisional de los procedimientos de deportación, así como una autorización para trabajar. Mi tío fue quien nos llamó para darnos la noticia.

El proceso de solicitud me dio miedo, porque significaba que tenía que salir a la luz. Sin embargo, por primera vez en mi vida también me sentí esperanzado. Así que decidí dar un salto de fe. Presenté mi solicitud en septiembre de 2012 y fue autorizada un mes después. Cuando me enteré de que me habían otorgado un documento que me permitía trabajar de manera legal, sentí que estaba soñando. Lo primero que hice fue buscar empleos dentro de la universidad.

Me contrataron en la Oficina de Atención de los Servicios de Tecnología de la Información de la universidad, haciendo labores de soporte técnico. El salario inicial era de unos 15 dólares la hora, en comparación a los 9 dólares que ganaba como electricista. Este aumento me ayudó a pagar la universidad. Con el tiempo, me gradué con un título en historia y comencé a trabajar como maestro en un jardín de niños.

Sigo siendo beneficiario de DACA, al igual que mi esposa. Hablé con un abogado sobre mi situación y me dijo que mi hermano podría auspiciarme para obtener una ‘green card’, pero tal vez tome entre 10 y 20 años porque los hermanos no tienen prioridad. Pueden pasar muchas cosas en ese tiempo.

Me encanta viajar, pero ir a lugares como Laredo o El Paso puede ser complicado. Cuando paso por los puestos de control de la patrulla fronteriza, el intercambio siempre es tenso y a menudo parece una confrontación. A veces incluso afirman no saber qué es DACA. Es frustrante y me hace sentir que no soy aceptado en el país en el que crecí.

También es difícil ver cómo cada dos o cuatro años hay elecciones, sabiendo que no puedo votar. Me siento tan impotente y me desconcierta, teniendo en cuenta que este país se fundó sobre la base de los ideales de la igualdad y la libertad. Pero no soy completamente libre, ni se me considera igual a quienes me rodean ante la ley.

Hace poco solicité la renovación de mi ingreso en el programa DACA cinco meses antes de que expirara mi permiso de trabajo. Pero debido a un fallo informático, varios miles de solicitudes, incluida la mía, se retrasaron seis meses. Eso significó que tuve que renunciar a mi trabajo como maestro hasta que se solucionara mi permiso.

Me preocupa que eso vuelva a ocurrir. También me preocupa que si la Corte Suprema declara inconstitucional el programa, tenga que trabajar al margen de la legalidad, sin atención médica, o que me deporten. Es duro pensarlo, pero es la realidad.

El futuro no pinta tan bien. No solo temo perder el beneficio de DACA sino que los estudiantes de los que soy mentor no puedan obtener protecciones permanentes. Pero como católico, tengo fe en Dios, en que un día seremos ciudadanos. No voy a renunciar a esta esperanza.

Esder Chong, 24 años

Me otorgaron la acción diferida cuando tenía 15 años. Y por eso pude solicitar becas, estudiar una licenciatura, dos maestrías y solicitar el ingreso a prácticas profesionales. Mientras estaba en la universidad, pude aprovechar oportunidades profesionales en el Centro Nacional de Derecho de Inmigración, la Escuela de Derecho de George Washington y la Oficina de Relaciones Federales del gobernador Phil Murphy. En la actualidad soy consultora de proyectos en Boldly Go Philanthropy, un grupo de consultoría. Acabo de graduarme de la Escuela de Posgrado de Educación de la Universidad de Harvard y antes de eso terminé mi primera maestría en la Universidad de Tsinghua como becaria del programa Schwarzman. No podría haber llegado hasta aquí sin DACA.

DACA da cierta sensación de seguridad, pero solo a corto plazo. Cada dos años tengo que renovar mi solicitud y pasar por todo el proceso de nuevo. En los últimos cinco años, el programa ha estado sometido a la amenaza de la revocación, lo que resalta aún más lo frágil que es la seguridad que proporciona en realidad. También es desconcertante conocer a familiares y amigos que también son indocumentados y no se benefician de las mismas protecciones. Es difícil ver cómo se desarrolla esta dinámica en mi propio círculo social.

Para mí, este aniversario no es uno que invite a la celebración. Cuando pienso en los millones de inmigrantes indocumentados en este país que envejecen y necesitan con cada vez más urgencia apoyo o acceso a la atención médica, me resulta difícil estar celebrando un programa que pretendía ser excluyente desde su inicio. Cuando y si DACA deja de existir, necesitamos un plan para la comunidad indocumentada en general. El Congreso no tiene ningún plan. Las organizaciones de derechos de los migrantes no se ponen de acuerdo sobre cuál debe ser el plan.

Es difícil saberlo con certeza, pero se estima que el número de personas indocumentadas en el país es de alrededor de 11 millones. De esa cifra, alrededor de 590 mil 70  personas son beneficiarias de DACA. Al reflexionar sobre este aniversario, quiero invitarnos a dirigir nuestra atención a las personas que no están protegidas por el programa. Esto incluye a las personas de mayor y menor edad entre nosotros.

Para todos, la esperanza es la quimera de la “ciudadanía para todos”. Esta ha sido la estrategia y los mensajes durante más de 20 años y no ha funcionado. En cambio, DACA se convirtió de alguna manera en la única solución. Lo que todos queremos en realidad es una garantía de que podemos permanecer en el país y vivir una buena vida, que incluya el acceso a la atención médica, la educación, las oportunidades de empleo, una licencia de conducir y la capacidad de viajar para ver a nuestra familia en el extranjero. Esto podría lograrse mediante la ciudadanía para todos, pero no tiene por qué ser así.

Una solución legislativa alternativa y realista, como el estatus de residencia permanente legal, otorgaría el derecho a trabajar y a vivir en el país sin el miedo ni el estrés que implica esperar a que el Congreso apruebe una solución que otorgue la ciudadanía.

Es hora de pensar con creatividad y de unirnos en torno a los deseos y necesidades reales de la comunidad en general. Como beneficiaria de DACA que llama a Nueva Jersey su casa e hija de padres indocumentados, insto a los legisladores y los líderes, las organizaciones, aliados y amigos de los migrantes que luchan por sus derechos a considerar con seriedad el impulso a la legislación federal que proporciona una vía para la residencia, un estatus legal para todos. No es el mensaje más atractivo, pero es una medida que vale la pena considerar para que nuestra comunidad avance.

José Alonso Muñoz, 31 años

Vengo de una familia con estatus mixto: mis cinco hermanos son ciudadanos, mientras que mis padres son residentes. Durante mi infancia, nadie más allá de mi familia inmediata y unos cuantos amigos cercanos sabía que era indocumentado. Además, son pocos los que saben lo costoso que es navegar por nuestro sistema migratorio.

Ser indocumentado influyó en casi todos los aspectos de mi vida de manera tangible. Se me negó la matrícula estatal cuando me gradué y luché para ir a la universidad con recursos y acceso a la ayuda financiera limitados. No pude obtener la licencia de conducir ni solicitar trabajo. Pero también me afectó en formas que no son tan fáciles de cuantificar, como la sensación de no pertenecer, de estar fuera de lugar. Me aterraba salir de casa y tener cualquier tipo de interacción con la policía o las autoridades migratorias.

El sentimiento de no pertenencia era en especial difícil siendo un niño ‘queer’. Intenté encajar por todos los medios, pero no siempre fue fácil. Mis primeros recuerdos son de mi padre llevándome a la escuela en su Ford F-150 azul, que tenía una calcomanía perforada con la bandera mexicana que ocupaba toda la ventana trasera. Siempre llevaba un sombrero de vaquero, sin importar lo fríos que fueran los inviernos en Minnesota. Para mí era como si hiciera sonar la alarma sobre mi condición.

No es sorpresa que me sintiera muy avergonzado de ser inmigrante. De ser mexicano. La realidad durante toda mi vida era que México era un lugar al que me enviarían, un castigo que implicaba la separación de mi familia, de mis seres queridos, de mi hogar. Me inculcó un estigma sobre ser mexicano que no pude quitarme de encima hasta el año pasado, cuando me concedieron un permiso que permite viajar y reingresar al país, conocido como ‘advance parole’.

Con mi permiso de viaje en la mano y mucha ansiedad por volver a un lugar en el que no había estado desde que era un bebé, me embarqué en un vuelo a México en noviembre. Mi viaje coincidió con el viaje anual de mi padre para ver a la familia. Me reuní con él en Poncitlán, Jalisco, a unos 40 minutos de Guadalajara, donde creció y donde viví los primeros meses de mi vida.

Me mostró la escuela a la que fue hasta que tuvo que dejarla para ayudar en el rancho de su familia. Pude conocer a tíos y primos que nunca había visto y pasar tiempo con mis abuelos. A medida que pasaban los días, empecé a ver México más a través de sus ojos. Fue una experiencia surrealista.

Cuando solicité DACA hace una década, me sentí muy aislado y asustado. Todavía no puedo hacer planes a futuro. Pero estos días, estoy trabajando para integrar los recuerdos que hice en México el año pasado a las partes de mí que todavía se sienten estigmatizadas y avergonzadas. Me llena de orgullo pensar en cómo a los 17 años mi padre tomó la aterradora y difícil decisión de abandonar su casa en busca de una vida mejor.

Pero, sobre todo, he aprendido a tener mi propia voz y mi propio poder. No solo lucho por mí, sino también por otros jóvenes que se sienten como yo. Eso es lo que me impulsa a seguir organizándome por la dignidad de todos los migrantes.

Gaby Pacheco, 37 años

Si cierro los ojos, todavía puedo oír el canto de los pájaros en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca el día en que el presidente Obama anunció el programa que cambiaría mi vida y la de cientos de miles de personas. Me sentí como uno de esos pájaros felices, liberada de la jaula de oro en la que vivía.

DACA ha sido uno de los programas migratorios más exitosos de la historia de Estados Unidos. Ha ofrecido un atisbo de lo que significaría la ciudadanía y la plena participación en la vida estadounidense para los inmigrantes indocumentados.

Más del 90 por ciento de los beneficiarios tienen empleo, incluidos más de 340 mil trabajadores considerados esenciales, como enfermeras, educadores y los que mantuvieron la comida en nuestras mesas durante la pandemia. La falta de ciudadanía estadounidense de estos empleados beneficiarios de DACA no les impidió estar a la altura de las circunstancias para apoyar a la nación que desde hace tiempo llaman hogar.

Sin embargo, estas estadísticas palidecen en comparación con las historias individuales de sueños grandes y pequeños realizados gracias a DACA. La familia sonriente en un jardín celebrando una graduación universitaria. La foto nerviosa del primer día de trabajo antes de iniciar un empleo de ensueño. El permiso de viaje ‘advance parole’ permitió a los ‘dreamers’ ver a sus abuelos en el extranjero sin preocuparse de que se les prohibiera volver a ingresar a Estados Unidos.

Antes de DACA, muchos ‘dreamers’ no pudieron cumplir con las metas que los estadounidenses dan por sentado. Para nosotros, esa parte de “ser adultos” tomaba mucho más tiempo. Por ejemplo, cuando cumplí 16 años terminé un curso de educación vial, pero no pude obtener una licencia de manejo. Tampoco pude conseguir un trabajo de verano como el resto de mis amigos.

Cuando hablamos de inmigración, a menudo decimos que los indocumentados viven en la sombra. DACA tuvo el efecto de encender la luz. En cuanto el programa nos abrió las puertas, nos pusimos en marcha. La autorización de trabajo me permitió ayudar a iniciar el programa de becas  que ha proporcionado más de 8750 becas universitarias a los ‘dreamers’. Pude comprar mi primera casa, iniciar un plan de jubilación y obtener una licencia de conducir. Con el tiempo, gracias a una petición de matrimonio, pude obtener una ‘green card’.

Fui parte de las negociaciones con la Casa Blanca que condujeron a la formulación de DACA y parte del grupo que trabajó para asegurar que su implementación se llevara a cabo sin problemas. Hubo una verdadera sensación de libertad al poder acceder a lo que muchos jóvenes estadounidenses dan por sentado y una sensación de logro al ver a tantos beneficiarios de DACA tener éxito en todos los sentidos.

Pero no todo ha sido color de rosa para los beneficiarios de DACA, ni antes ni ahora. Recuerden, el programa en sí fue una victoria ganada a través de la feroz defensa de los ‘dreamers’. El 1 de enero de 2010, estuve entre las personas que marcharon desde Miami a Washington como parte del “Camino de los Sueños”, para pedirle al presidente Obama que detuviera las deportaciones y ofreciera la acción diferida, mientras el Congreso trabajaba en la aprobación de la Ley Dream. Sin embargo, a pesar del apoyo de 55 senadores y de una sólida mayoría del pueblo estadounidense, esa legislación no pudo superar el filibusterismo del Senado en diciembre de 2010.

Incluso después de que la Corte Suprema se pronunció en junio de 2020 contra el intento del gobierno de Trump de acabar con DACA, los desafíos legales al programa continúan. Una sentencia de julio de 2021 de un juez federal de Texas volvió a sumir en la incertidumbre el futuro del programa.

En el proceso, los desafíos legales y los altibajos nos recuerdan que, a pesar de todos sus éxitos, DACA no proporciona la certeza que sus beneficiarios o Estados Unidos necesitan. A pesar de la concepción popular de los “jóvenes” ‘dreamers’, la realidad es que el beneficiario promedio de DACA ahora tiene 26 años y muchos de los que lucharon y ganaron protecciones tienen entre 30 y 40 años y todavía están esperando la aprobación de la legislación prometida desde hace tiempo. Muchos son jefes de familia; 300 mil niños nacidos en Estados Unidos tienen al menos un padre beneficiario de DACA.

La lucha ya no es solo por poder acceder a la educación, sino también por poder mantener a su familia, recibir atención sanitaria crítica y participar con plenitud en nuestro país compartido. Hemos construido hogares y tenemos raíces profundas aquí; ya no somos niños. Lo que está en juego es mucho más importante ahora.

La mayoría de los ‘dreamers’ no son expertos en los matices de los desafíos legales de DACA y no leen los relatos de Beltway sobre cómo el filibusterismo vuelve a obstaculizar el progreso legislativo. Pero sí recuerdan las promesas que los funcionarios electos han hecho durante mucho tiempo sobre la obtención de una solución permanente. Y, como yo, muchos recuerdan aquel hermoso día de junio de hace 10 años, cuando la promesa de participar más plenamente en Estados Unidos se convirtió en una realidad imperfecta.

José Magaña-Salgado, 35 años

Soy parte de los primeros beneficiarios de DACA en 2012. Antes de DACA no sabía muy bien qué iba a hacer al graduarme de la universidad. Estar protegido de la deportación y tener la posibilidad de solicitar un permiso de trabajo significaba que había un camino para mí.

En los años siguientes, me gradué de la facultad de derecho. La seguridad física y económica de DACA me proporcionó las bases que me permitieron iniciar un pequeño negocio que ahora emplea a más de media decena de ciudadanos estadounidenses y comprar varias casas en el área de Washington D. C. También he podido visitar México, lo cual fue muy emotivo para mí. Me ayudó a comprender mejor mi identidad y mi historia familiar.

Como interviniente en el litigio continúo en el Quinto Circuito con respecto a la existencia continua de DACA, he estado en la primera línea de lucha al lado y en nombre de valientes jóvenes indocumentados y beneficiarios de DACA durante la última década.

Todavía soy beneficiario de DACA, por lo que todavía estoy en riesgo de perderlo todo si la iniciativa termina, lo que a su vez podría afectar a mi familia y a las personas que empleo. Creo que es importante destacar que los beneficios del programa van mucho más allá de evitar la deportación. Perder el acceso a protecciones como el documento de identidad emitido por el gobierno podría dificultar comprar ciertas recetas en la farmacia, la adquisición de atención médica, la entrada a edificios federales o la posibilidad de conducir.

Los inmigrantes indocumentados como yo estábamos aquí antes de DACA y estaremos aquí después de DACA porque este es nuestro hogar, y pase lo que pase, no abandonaremos esa lucha. El hecho de que DACA haya existido durante 10 años y que este gobierno esté defendiendo el programa me da esperanza. Que siga en pie a pesar de los desafíos legales es un testimonio del poder de los movimientos ciudadanos.

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