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Catar, la recompensa es el glamur del Mundial

Rory Smith Durante los últimos 11 años, después de una década de amarguras, acusaciones, controversias y escándalos, ha habido veces en las que parecía razonable preguntar si en el fondo, en los momentos privados y los susurros subrepticios, algunos de los involucrados en otorgarle el Mundial de 2022 a Catar pudieron cuestionarse si todo eso … Leer más

Rory Smith

Durante los últimos 11 años, después de una década de amarguras, acusaciones, controversias y escándalos, ha habido veces en las que parecía razonable preguntar si en el fondo, en los momentos privados y los susurros subrepticios, algunos de los involucrados en otorgarle el Mundial de 2022 a Catar pudieron cuestionarse si todo eso valió la pena.

El costo del proyecto, los estadios que surgieron del polvo, las ciudades que se imaginaron de la nada, las miles de hectáreas de césped y árboles que crecieron en la arena del desierto… todo estaba previsto, integrado en la propuesta. Sin embargo, esos cientos de miles de millones de dólares no son el único precio que se ha pagado.

Al otorgarle el torneo a Catar, la FIFA recibió a toda una corte de principitos avariciosos y estafadores. Esto produjo investigaciones anticorrupción de gran envergadura y el inicio de redadas en hoteles de lujo. Puso a más de unas pocas personas en las listas de los más buscados y en la cárcel. Terminó con la carrera de Michel Platini y, por último, derrocó a Sepp Blatter.

Más que eso, minó la confianza —tal vez de manera fatal— en el órgano que en apariencia representa los intereses del juego. Rompió con violencia las relaciones entre la FIFA y todas las organizaciones que la alimentan: las confederaciones, las ligas, los clubes, los sindicatos y los aficionados.

La votación para Catar en 2010 no es para nada el pecado original del fútbol. Lo más probable es que los involucrados en la votación, los que están siendo investigados, a los que sacaron a la fuerza de sus puestos o los levantó de la cama la policía suiza, sean de la opinión que tal vez habría sido mejor que Australia hubiera ganado la votación. Eso mismo habrían pensado los trabajadores migrantes que han muerto durante la construcción sin precedentes durante los años desde que el país obtuvo los derechos para albergar el evento. El estimado de cuántas personas han perdido la vida por la ambición quijotesca de una nación varían: se supone que son 38, según el comité organizador del evento; 6 mil 500 tan solo de las naciones del sur de Asia, de acuerdo con una investigación menos comprometida. Por desgracia, el segundo reporte parece ser el más preciso.

No obstante, si el torneo del próximo año no ha valido la pena para el futbol y para quienes perdieron la vida —o las miles de personas cuya seguridad se ha puesto en riesgo—, tampoco ha sido fácil defender que Catar ha salido bien librado del proyecto. Es probable que no sea la reacción que esperaba Catar cuando ganó la votación.

El Mundial tiene su glamur: una calidad cegadora y hechizante, tan fuerte que, incluso ahora, a falta de un año, es posible sentir sus primeros destellos.

El evento todavía está a meses de distancia, claro está, pero no es el único atractivo de la Copa del Mundo. Esta será la última vez que Cristiano Ronaldo o Lionel Messi adornen el escenario más importante del fútbol; será la última oportunidad para que consoliden sus legados. Podría ser el escenario en el que Sudamérica, por primera vez desde 2002, le arrebate la corona a Europa.

Eso ha querido adquirir Catar con 138 mil millones de dólares: ese sentimiento, esa emoción vertiginosa, esa sonrisa irresistible. Por eso, el país determinó que no había un precio demasiado alto y esto quiere decir que ahora es más importante que nunca, mientras el fútbol mismo comienza a trabajar su magia amnésica, que no perdamos de vista el costo de este torneo.

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