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Tras años de separación familiar, su hijo regresó. Su vida aún no

En el aeropuerto de La Guarda, en Nueva York, una madre vuelve a abrazar a retoño, a quien no veía hace 23 meses. NYT
En el aeropuerto de La Guarda, en Nueva York, una madre vuelve a abrazar a retoño, a quien no veía hace 23 meses. NYT

El reencuentro de una madre y un hijo que fueron separados hacer 23 años por las medidas antinmigración de Donald Trump Caitlin Dickerson and Ryan Christopher Jones Cuando Leticia Peren le dio las buenas noches a su hijo de 15 años, Yovany, en una estación de la Patrulla Fronteriza de Texas hace tres años, él … Leer más

El reencuentro de una madre y un hijo que fueron separados hacer 23 años por las medidas antinmigración de Donald Trump

Caitlin Dickerson and Ryan Christopher Jones

Cuando Leticia Peren le dio las buenas noches a su hijo de 15 años, Yovany, en una estación de la Patrulla Fronteriza de Texas hace tres años, él todavía era lo suficientemente pequeño como para que ella, de menos de 1,54 metros de altura, se inclinara un poco al colocar su mano sobre el hombro del chico y pedirle que descansara.

Más temprano esa noche habían concluido su largo viaje desde Guatemala al atravesar a pie durante horas en el silbante viento del desierto. En ocasiones habían perdido de vista sus propios pies en el barro que se sentía como arenas movedizas. Los agentes de la Patrulla Fronteriza que los detuvieron en las afueras de Presidio, Texas, los colocaron en celdas separadas. Agotada, Peren cayó en un sueño profundo, pero se despertó en una nueva pesadilla.

Yovany no estaba, lo habían enviado a un refugio en Arizona. Peren no tenía dinero ni abogado. Cuando lo volvió a ver, habían pasado más de dos años.

En el momento de su reunificación, Yovany era el último niño bajo custodia que el gobierno federal de Estados Unidos consideró elegible para ser liberado. Los lazos que se rompieron durante sus 26 meses de separación —durante los cuales Peren era una voz en el teléfono a más de 2400 kilómetros de distancia y Yovany hizo nuevos amigos, fue a una nueva escuela, aprendió a vivir sin ella— han tardado en regenerarse.

Para cuando se reunieron, su hijo había madurado y se había convertido en un jovencito más alto que ella y con una voz cada vez más profunda, que ahora era capaz de usar para conversar en inglés. Peren, desesperada durante el tiempo que le llevó recuperarlo, perdió parte de su cabello y desarrolló una afección que, al desencadenarse por estrés, hacía que su rostro se hundiera hacia un lado.

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Años después de que las separaciones masivas de familias migrantes generaron un clamor nacional en Estados Unidos debido al trauma que causaron, gran parte de la indignación pública disminuyó cuando miles de padres e hijos al fin se reunieron.

Pero para familias como la de Peren, arrastradas por el intento más debatido del gobierno de Donald Trump para disuadir la inmigración, la historia no terminó cuando la política llegó a su fin.

Hasta cierto punto, Peren y su hijo tienen suerte. Están siendo patrocinados por una familia acomodada que los llevó a su espaciosa casa en un barrio próspero de Brooklyn. Grupos de voluntarios han actuado como trabajadores sociales informales, rastrearon médicos para brindar atención médica gratuita y respondieron llamadas telefónicas de crisis a cualquier hora.

Pero estos grupos ahora se están quedando sin recursos.

“Todo el mundo se ha saturado emocionalmente, económicamente, en cuanto al número de casos”, dijo Julie Schwietert Collazo, directora de uno de esos grupos, Immigrant Families Together. “La necesidad es interminable. Hay casos en los que he llamado a tanta gente y nadie me ayuda”.

Y a veces es frustrante para Peren que pueda sentirse tan preocupada en la casa donde ella y Yovany viven, con sus elegantes electrodomésticos y arte de todo el mundo. La casa de su infancia en Guatemala tenía un piso de tierra rodeado en parte por alambre de gallinero en lugar de paredes exteriores.

Cuando tenía ocho años, su madre la envió a hacer trabajo doméstico en los hogares de familias guatemaltecas más adineradas que podían permitirse alimentarla.

A los 16 años, Peren se enamoró de un muchacho de su edad en cuya casa trabajaba. Pero la familia del muchacho la rechazó porque era pobre, sin educación e indígena. Después de que nació Yovany, continuó trabajando con su bebé atado a su espalda mientras sacudía, barría y fregaba hasta que estuvo al borde del colapso.

“Yo le decía, soy tu papá, soy tu mamá, soy tu hermano, soy tu hermana, soy tu amiga”, dijo. “Siempre hemos estado juntos, nosotros dos”.

Pero a finales de 2015, la anarquía en su ciudad comenzaba a intensificarse. Los miembros de las pandillas instaban a Yovany, entonces en la secundaria, a unirse a sus filas. En un momento, dijo, un hombre le apuntó con una pistola a la cabeza y amenazó con matar a Yovany si no le daba varios miles de quetzales al mes, que no tenía.

Decidió mudarse al norte en lugar de arriesgarse a lo que podría pasar a continuación. La noticia de las separaciones familiares en la frontera estadounidense, que apenas comenzaban, no había llegado a gran parte de Centroamérica.

Después de que se llevaron a Yovany de una celda de la estación de la Patrulla Fronteriza durante la noche, Peren pasó siete meses intentando averiguar cómo recuperarlo. Finalmente, al no ver otra opción, accedió a su propia deportación, creyendo que podría luchar con mayor eficacia si fuera libre.

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Después de su liberación, ella y Yovany se mantuvieron en contacto regularmente a través de mensajes de WhatsApp. Peren no quería que su hijo supiera cuánto sufría. Yovany no quería decirle que su vida estaba mejorando.

Tras pasar unos nueve meses en un refugio para niños en Arizona que él describió como el lugar más triste en el que había estado, Yovany fue entregado a una familia de acogida en Texas que lo recibió calurosamente. Los padres le dieron una tableta, que usaba para filmar videos musicales con los otros niños centroamericanos que vivían en la casa. Yovany se apegó al hijo de tres años de la pareja y ayudó a cuidarlo. Un par de veces, la familia planteó la idea de adoptarlo, pero Peren la descartó de inmediato.

En marzo de 2019, unos abogados que solicitaban apoyo para familias separadas hicieron una presentación en un ashram hindú en Queens al que asistía ocasionalmente Sunita Viswanath, una activista de derechos humanos nacida en India. Ella y su esposo, Stephan Shaw, pensaron que su gran casa, donde a menudo hospedaban a artistas multiculturales y otros activistas que estaban de paso por Nueva York, podría albergar fácilmente a una madre y un hijo.

Acordaron asumir la responsabilidad financiera total de Peren si se le permitía regresar a Estados Unidos para reunirse con Yovany.

La noche antes de que Peren llegara a Nueva York, más de dos años después de su primer viaje a Estados Unidos, Shaw pasó horas en Duolingo practicando su español vacilante. Era el único de su familia con algún conocimiento del idioma.

Sentados en su sala de estar con una reportera, Shaw y Viswanath, junto con sus padres y dos de los hijos de la pareja, saludaron a Peren con grandes sonrisas. Ella los miró nerviosamente mientras sus abogados traducían las preguntas de la familia:

¿Cómo estuvo tu vuelo? ¿Estás cansada? ¿Tienes hambre?

Se sentaron a comer platillos típicos de India, que Peren nunca había visto antes. Ella movió la comida de un lado a otro de su plato. Viswanath preguntó si pronto tomaría un examen de ciudadanía. Los abogados de Peren explicaron que faltaban años para que existiera esa posibilidad. Su caso de asilo, un primer paso, ni siquiera había comenzado.

Peren se despidió y se instaló en su habitación: la primera en su vida que no había tenido que compartir cuarto. Pero se sentía tan sola e incapaz de comunicarse que lloró hasta quedarse dormida.

Sin trabajo, Peren asumió un papel familiar como limpiadora mientras esperaba que el gobierno aprobara la liberación de su hijo. La familia la desalentó, pero ella insistió en que fregar y quitar el polvo la calmaba y que no tenía nada más que hacer.

Después de casi un mes a la espera de Yovany, fue a recibir su vuelo en el aeropuerto de La Guardia, pero su relación no volvió a restablecerse de inmediato. De pie en la puerta para encontrarlo, Peren rompió a llorar y lo abrazó con fuerza. Pero luego ambos retrocedieron un poco. De camino hacia el área de reclamo de equipaje para recuperar las cosas de Yovany, no hacían contacto visual. En el auto, rumbo a casa, él conversó por video con los amigos que había dejado en Texas.

La presencia de Yovany alivió cualquier tensión en el hogar al recibir el afecto de la familia anfitriona. Viswanath comenzó a enseñarle lectura. Sus padres se enamoraron de él porque hacía las tareas del hogar sin que se lo pidieran. Yovany quedó al borde de las lágrimas una tarde cuando, después de anunciar que quería convertirse en cineasta, Shaw le dio una cámara Canon de segunda mano. Su hijo de 12 años, Satya, comenzó a enseñarle a tocar el piano.

Establecer relaciones fuera del hogar resultó más difícil. Yovany trató de reconectarse con algunos de los niños que había conocido en detención, que desde entonces se habían mudado a Nueva York, pero vivían en enclaves de inmigrantes en Queens y el Bronx, y trabajaban cuando no estaban en el colegio.

Cuando llegó la pandemia de coronavirus, la familia se puso en cuarentena durante unos meses, después de lo cual Shaw, Viswanath y su hijo se trasladaron a su segundo hogar en Nuevo México. Los padres de Viswanath finalmente se fueron con ellos mientras que Peren y Yovany tuvieron que quedarse en Nueva York como requisito de los casos de inmigración que tenían pendientes.

Pero hubo una falta de comunicación con las organizaciones de defensa sobre quién se haría cargo de las necesidades básicas de Peren. Shaw pensó que Immigrant Families Together entregaría comestibles semanalmente, y dejó solo el dinero suficiente para cualquier cosa adicional que pudiera necesitar Peren. Habían un par de semanas cuando no se pudo entregar los comestibles, pero Peren no quiso pedir más dinero. Estaba avergonzada de haber dependido de la familia durante tanto tiempo.

Salió de la casa una tarde y caminó por la calle a un ritmo frenético, preguntando a cualquiera que pareciera hablar español si sabía dónde podía encontrar trabajo. La mayoría, dijo, la miraba como si estuviera loca.

Una mujer peruana le contó sobre un vecindario jasídico donde podía hacer fila para trabajar en la limpieza de casas, pero advirtió que tendría que competir con quienes hablaban inglés. Las primeras veces, Peren volvió a casa con las manos vacías. Con el tiempo, empezó a conseguir trabajo al menos un día a la semana.

“Es algo”, dijo una noche reciente, “pero no me siento nada cerca de poder ser independiente”.

De alguna manera, dijo Peren, su vida es mucho mejor que antes. Ella y Yovany se han vuelto a acostumbrar el uno al otro. Se ríen y se quedan despiertos conversando hasta tarde por la noche.

Pero incluso ahora, la conversación es superficial, aún no están listos para compartirlo todo o escuchar el relato honesto de los más de dos años que pasaron separados.

Peren dice que ha llegado a comprender que reunirse con su hijo no reparó los lazos que alguna vez compartieron. En cambio, dijo, son personas diferentes en un lugar nuevo, construyendo una relación que, de alguna manera, apenas comienza.

Caitlin Dickerson es reportera en temas de migración, con sede en Nueva York, y es ganadora de un premio Peabody. Ha escrito reportajes sobre las políticas de asilo, detención y deportación en Estados Unidos así como el trato a los niños inmigrantes en custodia gubernamental. @itscaitlinhd

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